HANNAH ARENDT

  1. Introducción

A la hora de estudiar el pensamiento de Hannah Arendt una de las características que aparecen es la dificultad para catalogarlo en alguna corriente de pensamiento definida que facilite la aproximación, catalogación de la que la propia autora rehuye:  “yo sólo quiero comprender” afirma.  Lo que sí es fácil es ver cual es el tema central de toda la obra arendtiana, el tema en torno al cual pivota el resto de la obra:  la política, pero no en abstracto, sino siempre actualizada en un tiempo determinado y, sobre todo, en el que a ella le ha tocado vivir.  Así, serán puntos básicos de su pensamiento temas como el totalitarismo, las revoluciones y la acción, entendida como actividad política.  Con ello se entenderá porqué ella rehuye el calificativo de filósofa y sólo acepta el de teórica política.  En una entrevista que le hizo Günter Gaus en 1964 para la televisión, afirmó:  “Yo no pertenezco al círculo de los filósofos, mi profesión, si puede hablarse de algo así, es la teoría política.  No me siento en modo alguno una filósofa” .  Y, a pesar de no ser fácilmente encasillable, no se puede negar la influencia de la fenomenología como método de pensamiento y, en concreto, el pensamiento de su maestro Heidegger en ideas como la centralidad del lenguaje o la acción como revelación del sujeto.   Tampoco se puede negar que ilumina su pensamiento la concepción aristotélica de la vida en la polis griega;  para Arendt, la acción política es la actividad humana definitoria y la más excelsa y reivindicable también en el mundo contemporáneo, idea ésta que la aproxima al republicanismo actual.

Una vez introducido el tema central y las perspectivas desde el que lo ilumina, hay que afirmar que hay dos maneras de estudiar el pensamiento arendtiano:  la primera, realizar un análisis de las  obras de la autora a lo largo de su vida presentando las ideas que en cada una se exponen, y la segunda,  intentar obviar el orden del tiempo para averiguar la trama -ahora ya no temporal- que une sus ideas y sus intereses, qué hay en el fondo de su pensamiento que haga de éste algo coherente, sin forzarlo, aceptando que, tal vez, no siempre lo es.  Es por esta segunda forma por la  que aquí se ha optado.

  1. ¿Qué es la política?

2.1  Las dimensiones de la actividad humana.

El tema central del pensamiento arendtiano es la política;  en torno a este tema gira el resto de sus preocupaciones, el resto de los temas que estudia.  Y para pensar qué es la política Arendt analiza  las condiciones básicas bajo las que se ha dado la vida de las personas en la tierra y  diferencia entre vida contemplativa (bios teroretikos, de la que se hablará más adelante) y vida activa (bios politicos).  En la vida activa hay tres actividades fundamentales: la labor, el trabajo y la acción, que responden a las tres condiciones fundamentales de la vida humana en la tierra: vida, mundanidad y pluralidad;  esto es, la condición humana de la labor es la vida, la del trabajo es la mundanidad y la de la acción es la pluralidad.  Como se verá, Arendt está presentando la tres actividades como una gradación que va desde la pura vida biológica misma, hasta la emancipación de esa ligazón biológica que representaría el proceso de cultu-rización, de civilización.

La primera actividad  fundamental de la vida activa, la labor  (labor, en el inglés americano actual) es aquello que  nos acerca a lo biológico y a la mera faena de vivir, sobrevivir y ganar el sustento; se refiera a las actividades necesarias para sostener la vida, pero que no perduran, es decir, que se agotan en el momento en que son realizadas y consumidas:  “labor es la actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano, cuyo espontáneo crecimiento, metabolismo y decadencia final están ligados a las necesidades vitales producidas y alimentadas por la labor en el proceso de la vida.  La condición humana de la  labor es la vida misma” (Arendt, 1993, p.21);    por ello se ve que es una dimensión ligada a la necesidad, al ciclo de repetición -laborar, consumir, laborar … – de la naturaleza, al mantener vivo el organismo humano y la especie;  si aumentase la cantidad de productos de labor producidos, no se agotaría la cíclica necesidad, sólo se ocultaría;  al ser esta actividad ligada a la necesidad, no deja lugar a la libertad.  El animal laborans u homo laborans (el que realiza la labor) puede laborar en grupo  sin establecer una realidad visible (que se muestre, que aparezca) que sea diferente  para cada miembro del grupo (como si el grupo fuese uno  y no muchos),  por lo que esta dimensión produce uniformidad (veremos más adelante que sólo lo que se muestra, lo que aparece, es entendido como real y por ello la importancia de lo que se muestra y cómo el hombre aparece).  En la Grecia clásica, esta labor era concebida como mera necesidad que debía ser satisfecha para poder permitir el desarrollo de actividades propiamente humanas (las expondremos más adelante), y era realizada por personas privadas, privadas de la participación en la vida pública, luego -como veremos- de su plena humanidad;  eran realizadas por las mujeres y los esclavos en la privacidad del hogar.  Por tanto, como actividad creada por las necesidades humanas, no permite la libertad, ni nos permite determinarnos  como individuos humanos.

La segunda actividad de la vida activa, el trabajo o la obra  (work) es aquella actividad que produce obras y resultados; incluiría la construcción, la artesanía, el buen oficio, el arte y, en general, los artificios.  Se refiere a  actividades tales como la fabricación de instrumentos de la labor o  de los objetos de uso o de las obras de arte (incluso la realización de las obras de caridad).  Con esta actividad el homo faber -el hombre que trabaja- se distancia de la naturaleza para controlarla, para dominarla.  Con el trabajo construimos el mundo independiente de objetos a partir de la naturaleza, la pura variedad de las cosas que constituyen el mundo en el que vivimos, y este mundo de cosas así fabricado deviene ahora hogar, estable, no algo meramente biológico. El trabajo “es la actividad que corresponde a lo no natural de la exigencia del hombre, que no está inmerso en el constantemente repetido ciclo vital de la especie, ni cuya mortalidad queda compensada por dicho ciclo.  El trabajo proporciona un “artificial” mundo de cosas, claramente distintas de todas las circunstancias naturales.  Dentro de sus límites se alberga cada una de las vidas individuales, mientras que este mundo sobrevive y trasciende a todas ellas.  La condición humana del trabajo es la mundanidad.” (Arendt, 1993, p.21).  Se diferencia del mero ciclo repetitivo de la labor (labor-consumo) en que el trabajo consigue obtener objetos que duran más allá del puro ciclo animal, en tanto que son duraderos, siendo pues el resultado del trabajo algo productivo y hecho para ser usado, no para ser consumido.  Con esos objetos trabajados , el hombre alcanza ya la objetividad.

El homo faber  se guía por la finalidad de lo fabricado;  así, podemos distinguir entre la fabricación como un  medio para obtener algo, y el uso, el fin para el que ha sido fabricado.  En eso también se diferencia de la labor, pues el trabajo implica ya proyección, aquélla, mero proceso.  Mas la importancia de la diferencia entre labor y trabajo la veremos cuando analicemos la modernidad como la época en la que ha triunfado la labor sobre el trabajo y sobre la acción.  Para Arendt, el mismo Marx no vio la importancia de diferenciar las dos actividades, sino que consideró la labor como lo más significativo de la vida humana (el hombre marxista deviene hombre trabajando, laborando), olvidándose de considerar la acción política, la última y más importante de las actividades humanas como la esencial al hombre, por lo que el pensamiento marxista acabará -a ojos de nuestra autora- guiándose por  una racionalidad instrumental que le llevará a ver la política sólo como violencia y dominación del hombre por el hombre.

Ha afirmado nuestra autora en la cita que la condición humana del trabajo es la mundanidad, pues el trabajo crea, construye el mundo.  A través del trabajo el mundo humano adquiere estabilidad y durabilidad, se prolonga más allá de la mera vida individual, pues el mundo creado por el trabajo incluye además de los artefactos y las obras, las instituciones políticas creadas a través de la actividad humana más elevada de la acción  política y del discurso que ahora presentaremos.    Este mundo estable es compartido por otras personas y es el requisito previo para que pueda darse la acción.  Queda manifiesto que al distinguir trabajo y acción, Arendt está recuperando la distinción aristotélica entre praxis y poiesis.

Así, la tercera  y más elevada de las  actividades  de la condición humana es la acción, la actividad que se da en el espacio  artificial creado por el trabajo y por la que los humanos hablan y deci-den sobre lo que quieren hacer;  es la “única acción que se da entre los hombres sin la condición de cosas o materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de que los hombres, no el Hombre, vivan en la Tierra y habiten en el mundo” (Arendt, 1993, p.21).  La acción humana así entendida como interacción, como acción que se produce y se manifiesta entre otros, incluye el lenguaje, mostrándose aquí una clara influencia de la concepción aristotélica del hombre.  Acción y discurso van ligados, pues al hablar, al contestar a la pregunta inicial: “Y tú ¿quién eres?” el actor y hablante comparte con otros el mundo, cambia el mundo y a sí mismo,  al revelar más de lo que antes de actuar sabía acerca de su propia identidad.

2.2  La acción y la política.

La acción es la actividad que nos conduce ya al individuo pues en la acción  los humanos nos constituimos en lo que somos cada uno diferente del otro.  Ello permite que aparezca la pluralidad, pues si todos los hombres fuesen iguales no se necesitaría el discurso, sino que nos bastarían los meros sonidos o signos para transmitir unas necesidades que, como procedentes de sujetos iguales, serían idénticas. “La acción sería un lujo innecesario, una caprichosa interferencia en las leyes  generales de la conducta, si los hombres fueran de manera interminable repeticiones reproducibles del mismo modelo, cuya naturaleza o esencia fuera la misma para todos  tan predecible como la naturaleza o esencia de cualquier otra cosa.  La pluralidad es la condición de la acción humana debido a que todos somos lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá” (Arendt, 1993, pp.21-22).   Esa pluralidad es la que nos hace apercibirnos de la diferencia con los otros, de la distinción entre unos y otros.  Como distinción respecto del otro, permite que se aparezca lo que cada uno somos, la diferencia entre el actuante y el otro, esto es, la identidad.  Para nuestra autora, como puede verse, no existe una naturaleza humana previa o determinada de alguna manera de antemano, sólo podemos hablar de “condición humana”: el estar-en-el-mundo no agota lo que somos; las condiciones de la existencia humana no explican qué somos o quiénes somos. Sólo con la acción nace, no “algo”, sino “alguien”.Así pues, mediante la acción lo privado se hace público, se revela, y con ello entra en el mundo: “Con palabra y acto nos insertamos en el mundo humano, y esta inserción es como un segundo nacimiento [ … al que…] no nos obliga la necesidad, como lo hace la labor, ni nos impulsa la utilidad como es el caso del trabajo”  (Arendt, 1993, p.201).  Y es un segundo nacimiento porque con ello se inicia alguien;  esto es, con el acto comunicativo revelamos no el “qué” sino el “quién”:  “Mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única  y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano, mientras que su identidad física se presenta bajo la forma única del cuerpo y el sonido de la voz, sin necesidad de ninguna actividad propia. El descubrimiento de “quién” en contradistinción al “qué” es alguien -sus cualidades, dotes, talento y defectos que exhibe u oculta- está implícito en todo lo que ese alguien dice y hace” (Arendt, 1993, p.203).  Al actuar y hablar las personas muestran “quién” son (el “qué” son viene revelado por el puro hecho biológico de que puedan hablar), apareciendo con ello en el mundo.

Por ello, el fin de la acción es revelarse , lo fundamental y distintivo de la acción es su función expresiva, y no instrumental. La acción es energeia, “acto” que tiene comienzo pero que carece de fin que no sea ella misma, que no sea su realización (veremos más adelante qué consecuencias se pueden extraer de esa ausencia de fin -en el sentido de acabamiento-).  En eso se diferencia de la labor (cuyo movimiento circular -el de la vida misma- carece de principio y de fin) y del trabajo (que siempre tiene un comienzo y un fin, y se lleva a cabo en función de la relación medio-fin).  Nótese de nuevo que ese revelarse de la acción no se hace sino entre otros (la acción, sin otros, en solitario pierde su finalidad).  Con ello se ve el triple registro que tiene la acción: lo revelado, el revelarse y aquellos a quien se revela.

Arendt introduce aquí la categoría de natalidad como inicio, aparecer, entrar a formar parte de un mundo ya existente y hacerse visible a los otros, entrar a formar parte de un mundo común.  Aparecemos cuando somos vistos y oídos por otros, y eso nos asegura, no solo la realidad del mundo, sino la de nosotros mismos. Frente a la presencia más tradicional de la muerte -a la que la filosofía  en general y la heideggeriana en particular ha dado tanta importancia- lo prioritario para nuestra autora es el nacimiento;  a partir de ahí podremos llegar a ser quienes somos.   Si mediante la acción y el discurso, cada hombre se revela y  aparece el “quién” (nunca el “qué”, pues no es un objeto), esa acción constituye la distinción entre los diferentes hombres, los constituye en singulares y únicos, diferentes de los otros “quiénes”, que,  por ello mismo, en tanto que otros “quiénes” iguales, evidencian la igualdad entre los humanos; de nuevo, el concepto arendtiano de pluralidad, ahora para conducirnos al concepto de igualdad:  la pluralidad de la acción es la que evidencia la igualdad.   Por tanto la igualdad entendida como igualdad política, es algo artificial construido y obtenido en este campo, es decir, no es una igualdad natural como la que puedan tener dos ardillas entre sí, sino una igualdad construida -artificialmente- en la vida política.  El grupo de hombres, iguales y diferentes, que actúan en función de sus propios intereses, diferenciándose y adquiriendo con ello una identidad propia, no solamente coexiste, sino que convive, y es con esa convivencia con la que se forma -como vimos- el espacio público que es el ámbito de la política.

Por ello la política, producto de la praxis y del discurso, es lo más propiamente humano de la condición humana y la actividad más digna de la vita activa.   La acción está así unida a los otros,  a la pluralidad;  por lo tanto la acción precisa de la presencia y de la participación de los otros.   El hombre solo es a-político;  es la acción lo que genera la política y la acción es siempre entre-los-hombres. Y es que, como agentes, somos perceptores a la vez que objetos percibidos, formamos parte de un contexto en el que nos exhibimos como en un escenario.  Todo esto nos muestra que  la acción es particularmente política -no lo era ni la labor ni el trabajo- en la medida en que es interacción pública de seres libres que, con ella, elaboran conjuntamente  la vida común;  pero la acción sólo es política -decíamos- si va acompañada de la palabra, del discurso, pues sólo mediante la palabra podemos comprender cómo es realmente el mundo -que es lo que está entre nosotros, lo que nos separa y nos une-.  La capacidad del discurso permite, por un lado, la creación de la poesía, de la historia, de la mitología, etc., que perpetúan la actividad efímera del hombre, pero, por otro lado, permite la acción política del gobierno y crea la política.

2.3   La acción y la libertad.

La acción se diferencia de la labor y del trabajo por ser el ámbito de la libertad;  para nuestra autora,  la acción humana es libre, imprevisible, nada la determina;  de hecho, los hombres son libres cuando actúan, ni antes ni después, porque ser libre y actuar es lo mismo:  la expresión de la libertad es la acción política.  Mediante la acción el hombre aparece, se muestra.  Como hemos apuntado, para Arendt no existe una esencia previa, el estar-en-el-mundo es lo inicial, lo primero (las intencionalidades subjetivas son posteriores a ese estar-en-el-mundo) luego nada nos determina al obrar.  La acción humana es impredecible, nunca puede saberse cómo continuará ni como acabará.  Además y por lo mismo, toda acción tiene un final impredecible, siempre alcanza más lejos y pone en relación y  en movimiento más de lo que el agente podía prever.  Es impredecible, ilimitada en sus efectos e irreversible (a diferencia de los productos del trabajo); pero también los humanos con la acción, podemos interrumpir los procesos naturales, sociales e históricos, puesto que la acción hace aparecer lo inédito.  La natalidad al introducir algo nuevo en el tiempo de la naturaleza y en el tiempo de la vida cotidiana, nos permite romper con el pasado.  Y eso será importante cuando el pasado sea algo tan difícil de asumir como ocurre en el presente en el que a Arendt le ha tocado vivir.  Actuar es inaugurar, hacer aparecer por primera vez en público, añadir algo propio al mundo, y por eso el mundo es pluralidad : “ Mientras que todos los aspectos de la condición humana están de algún modo relacionados con la política, esta pluralidad es específicamente la condición (…) de toda vida política”    (Arendt, 1993, pp.21-22)

Se ha dicho que cuando actúa, el agente aparece, se muestra y con ello se inicia en lo público, es decir, en  lo que es común a todos y diferente de lo que cada uno ocupa privadamente.  “Público” tiene dos sentidos no desligados:  el primero, aquello que, apareciendo, puede ser visto y oído por todo el mundo y tiene publicidad, por lo que es real lo que se muestra, la apariencia constituye la realidad (como para Heidegger, ser y aparecer coinciden);  nótese que las pasiones y los pensamientos o las percepciones  de los sentidos orgánicos, o el dolor mismo, son íntimos y privados y sólo salen de su oscura existencia cuando se transforman en algo publicable, habitualmente nombrable a través del lenguaje;  de hecho, el que haya otros que dicen ver lo que vemos y oír lo que oímos nos asegura la realidad del mundo y de nosotros mismos.  El segundo sentido de “público”  se refiere al mundo como común a todos, distinto de la Tierra o naturaleza como condición de la vida orgánica;  el mundo hecho por el hombre, con sus objetos fabricados y con los asuntos que afectan a quienes en él viven, y donde nosotros nos hallamos y nos diferenciamos y relacionamos con los otros.  Al actuar, aparecemos en ese mundo común:  yo aparezco ante los otros como los otros aparecen ante mí.

Como se está viendo,  para cada actividad hay un espacio propio, el privado es el hogar y la familia donde se realiza la labor propia del ciclo vital de las necesidades, y las relaciones que allí  se establecen son de violencia pues eso es lo que  nos permite dominar la necesidad.  No hay ahí, pues, ni libertad ni igualdad, pues en lo privado se mantiene la desigualdad propia de la naturaleza.  Sólo las relaciones que se dan en el espacio público pueden darse entre iguales, pues el espacio público es quien ha creado y permitido la igualdad que hemos percibido una vez que ha aflorado la pluralidad (la igualdad nada tiene que ver con una “raza” ni con nada natural, sino con el “derecho a tener derechos” que hablan y actúan y se reconocen como humanos).   Con eso no se afirma que Arendt considere innecesaria la esfera privada, sino que la considera importante en la medida  en que, al estar fuera del mundo común, supone un reducto de lo seguro y oculto, donde nada queda expuesto a la publicidad generada por la presencia de los otros, que puede llegar a ser tan incómoda.  Ése es el territorio de las emociones y las pasiones, que, por otro lado, no deben emerger a la esfera pública.  Ese es el error que -a ojos de nuestra autora- se cometió cuando, durante la Revolución Francesa, la compasión y la piedad fueron ensalzadas como principios del actuar político, con lo que la revolución no se encaminó hacia el nacimiento de un nuevo cuerpo político -como debería haber ocurrido pues ése es el fin de las revoluciones-, sino a solucionar problemas de necesidad y miseria propios de un ámbito distinto del político.

Todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de que los hombres viven juntos, si bien es sólo la acción lo que no cabe ni siquiera imaginarse fuera de la sociedad de los hombres:   “Esta relación especial entre acción y estar juntos parece justificar plenamente la primitiva traducción del zoon politikon aristotélico por animal socialis, que ya se encuentra en Séneca, y que luego se convirtió en la traducción modelo a través de santo Tomás: homo est narualiter politicous, id est, socialis (“el hombre es político por naturaleza, esto es, social”)” (Arendt, 1993, pp. 37-38). La actividad de la labor no requiere la presencia de otro, aunque un ser laborando en completa soledad no sería humano , sino un animal laborans en el sentido más literal de la palabra.  Si imaginásemos a un hombre que trabajara, fabricara y construyera un mundo que sólo él habitara, ese supuesto hombre seguiría siendo un fabricador, aunque no homo faber;  habría perdido su específica cualidad humana y más bien sería un dios o un demiurgo.  Sólo la acción es prerrogativa exclusiva del hombre;  ni una bestia ni un dios la realizarían, y sólo ésta depende por entero de la constante presencia de los demás.   Además sólo ese hombre de la vida activa puede ser responsable, solidario, en conversación siempre con los demás y  dispuesto a consolidar con ellos una vida en res publica  (las otras formas de actividad -el trabajo y la obra- sobreviven y hasta medran bajo tiranías y dominaciones de toda suerte, pero la vita activa, -como veremos más adelante- sólo florece en la república.).

Con este actuar y aparecerse nace la posibilidad de hallar una unidad de sentido, de  hallar algo común a una pluralidad de existencias humanas.  Así, la unidad del mundo se obtiene mediante la pluralidad, mediante la multiplicidad de perspectivas.   Se ve pues que se habla de perspectivas -resuena aquí Nietzsche-, por lo que el mundo entendido como una totalidad objetiva de sentido es imposible; toda perspectiva, es siempre de uno, singular.  No hay posibilidad de un sentido del mundo que contenga toda perspectiva.

2.4   El mundo y el sentido común.

Hannah Arendt habla del sentido común no como un sentido ligado a la percepción orgánica, sino como lo que me conduce a un mundo compartido con los otros.  Este sentido común es activo (la percepción de los cinco sentidos -que es pasiva- es  privada), pues es capaz de dotar de un contexto unificante a las percepciones singulares.  Nótese que nada es más particular que la experiencia sensible (pensemos en un dolor físico agudo).  Por lo que sólo nos podemos fiar de la experiencia sensible, porque  el sentido común -a diferencia de los particulares- es común a todos.  No es que los otros sentidos sean “subjetivos” en el sentido de la duda cartesiana, pues apuntan a “objetos”, es decir, se dirigen al mundo que es el único lugar en que funcionan;  pero nos dirigen como particulares.  Lo que muestra que hay otros hombres, que estamos con otros, es nuestro sentido común, con lo que este sentido común deviene claramente político, pues es el que nos permite controlar las experiencias de los cinco sentidos de manera que resulte un mundo “común” en  el que podemos funcionar con nuestros sentidos particulares.  Para el mismo conocer los objetos como objetos de una tendencia sensible, se requiere del “sentido común” convirtiéndose así el objetos de una intención, de una tendencia, en una cosa “entre” los hombres, que puede “hablarse”, comentarse, admirarse.

Por tanto, la condición de la vida humana no es tener “ante sí” el mundo, sino estar en el mundo;  y ese “estar” es absolutamente práctico, puesto que este mundo en el que el hombres está no es un mundo de ideas o de conceptos, sino de acciones y acontecimientos que cambian el mundo.  Y fijémonos que lo importante es la simple actuación, es la ejecución, no los fines o la motivación.  Veremos más adelante las consecuencias de todo esto.

Como la acción siempre es constitutivamente relación, al actuar los hombres entran en una intersección de relaciones, en un estar-en-el-mundo (nos alejamos -con ello-, de nuevo, del subjetivismo o posible solipsismo cartesiano).  Y en ese estar y en ese discurso se manifiestan los intereses de cada uno por objetos materiales y mundanos, pues  se refieren al mundo objetivo de cosas en el que vivimos.  Literalmente, intereses:  inter-est, lo que está entre las personas, luego puede ponerlas en relación.  No hay comunicación directa de sujetos sin el mundo del sentido común.

2.5   Acción, libertad y responsabilidad.

Como se ha dicho las características de la acción humana son la absoluta libertad , la irrever-sibilidad y la impredecibilidad, y las tres van ligadas.  Luego cuando se inicia la acción nada puede determinar previamente ni el desencadenamiento ni la propia acción, no hay cadenas, categorías, esencias, valores que condicionen la acción, la acción es absolutamente libre (como es absolutamente libre el actuar o no).  También está huyendo Arendt con ello de  todo lo que suponga identidades colectivas, ya se basen en razas, religiones o cualquier forma de comunitarismo, al tiempo que rechazará la identidad como un instrumento utilizado por el totalitarismo para mantenerse en el poder y ahuyentar la reflexión.  No hay naturaleza ni identidad, sino pluralidad y espacio público donde cada individuo se muestra libremente.

La acción es libre, ahora bien, una vez la acción ha sido puesta en el mundo, en ese mundo constituido por el propio actuar humano, ya no hay vuelta atrás, las otras acciones que nuestra acción lleve al mundo son absolutamente imprevisibles pues todo el resto de acciones humanas son tan libres como la primera.  Eso no debe frenar la acción, sino hacernos conscientes de nuestra responsabilidad.  Y esto quiere decir, por una parte, que  la responsabilidad siempre es individual, nunca colectiva -aunque como mi acción está en el mundo, el sentido del actuar no es sólo del que actúa, ya no está en sus manos, se  ha dispersado hacia el mundo- (veremos qué importancia tendrán ambas cosas más adelante cuando analicemos el totalitarismo). Por la otra parte, nuestra autora destaca que el determinismo no es real en el campo de las acciones humanas, y la creencia en que una ley pueda explicar las acciones realizadas es absurda y muestra la diferencia entre el ámbito de la ciencia, de las verdades del conocimiento, de las leyes y el ámbito del actuar humano;  todo intento de explicar la conducta humana mediante causas o leyes, y, por tanto, todo intento de predecir la conducta humana (como pretende la sociología y, a veces también alguna psicología) no es sino un afán positivista por alcanzar una realidad de una naturaleza diferente.  Recuérdese que la ciencia puede decirnos qué soy, pero no quién  soy;  quién soy será el resultado de mi actuar, luego sólo podrá ser narrado, no científicamente demostrado.  Se ve aquí la importancia de la narración de los hechos y de la historia para Arendt, como el lugar donde los hechos reflejan su aparecerse, donde la realidad puede ser re-constituida.  Sin embargo la concepción arendtiana de la historia no acepta que ésta tenga un “héroe” reconocible y responsable de todos los resultados de las acciones que ha realizado.  La  concepción de la historia que intenta explicar los hechos históricos como efectos de una causa que identifica con la acción intencionada de un sujeto es sólo una construcción teórica posterior, luego no refleja la realidad.  La historia se parece más a la narración o al teatro, que a la ciencia.  Por ello mismo también Arendt huye de las teorías, lo importante es el hecho, el fenómeno que debe ser comprendido (se ha apuntado que nuestra autora utiliza el  método fenomenológico).

  1. La vida del espíritu

Hasta aquí se ha revisado el planteamiento arendtiano de la vita activa (labor, trabajo y acción), pero en su última época nuestra autora pareció volver a interesarse por la vida contemplativa y por las actividades del espíritu (mind) sin que eso implicase una vuelta a la filosofía más pura o más desligada de la realidad, filosofía de la que nuestra autora renegaba;  en  Sobre el espíritu (1978) -obra inacabada y publicada póstumamente, aunque se conoce el material con el que la preparaba, inspirado en la crítica del juicio kantiana- proyectaba estudiar a fondo las tres actividades del espíritu:  el pensamiento, la voluntad y el juicio, aunque siempre ligadas a la acción y por lo tanto no alejándose del pensamiento sobre la política, puesto que -como hemos visto- la acción es política.  Luego interesa el pensamiento centrado en la acción, comprender la acción, pensar sobre lo que se hace.

3.1  Pensamiento y acción.

El punto de partida arendtiano para esta compresión es darnos cuenta de que estamos en una época donde lo que hasta ahora había parecido fijado en la moral se ha derrumbado,  ya no tenemos moral entendida como un conjunto de reglas claras y seguras que  nos permitan distinguir ente el bien y el mal;  el horror de la Segunda Guerra Mundial y  la posterior industrialización masiva que alteraría las formas de vida tradicionales, produjeron una destrucción de los valores morales tradicionales.  Ya no tenemos valores ni reglas, el sentido común que permitiría sentir en comunidad, dentro de la comunidad, ha trastabillado, luego habremos de acostumbrarnos a “pensar sin barandillas”, sin estructuras sólidas que nos puedan decir cuando no equivocamos.  Hay que partir de las experiencias concretas, de lo singular, para llegar a tener una conciencia moral que nos permita  formarnos convicciones morales sobre el mundo.

Aquí Arendt se distancia de Kant, para quien el juicio moral partía de principios generales -que la Razón Práctica hallaba- que permitirían subsumir la acción concreta;  para nuestra autora, primero, ya lo sabemos, no existen esos principios generales, y , segundo, esos principios generales nos impedirían observar y valorar la riqueza y la diversidad de la realidad, nos impedirían pensar.  Si las normas nos dicen lo que hay que hacer, no pensamos, o sólo pensamos lo que se debe pensar (estamos ante el pensamiento único).  Si todo está ya pensado, entonces el individuo es superfluo (veremos más adelante que eso es lo que buscaron los totalitarismos, y eso es lo que le pasó a Eichmann), cuando en verdad es el individuo el que debe realizar el “juicio moral” reflexionante “que permita ver lo que está bien y lo que está mal, lo que es justo o no, distinguir un acto bueno de uno malo.  Pero ¿cómo hacer eso si no tenemos barandillas que nos indiquen si vamos bien o no?   Partiendo siempre de las experiencias, del análisis de lo concreto, para salirnos de ello y contemplarlo desde fuera;  el pensamiento es tomar distancia del mundo (aunque sin abandonarlo jamás) para buscarle sentido.

¿Y cómo se produce ese distanciamiento que requiere el pensamiento?   En el pensamiento el yo se divide en dos y dialoga consigo mismo, el pensar es reflexividad, el diálogo sin sonido entre y y yo mismo (el término “conciencia” nos remite a “conocer con”).  Fijémonos que, como diálogo, el pensamiento es “hablado” (en silencio o de viva voz, esto es, no necesariamente comunicado, aunque su naturaleza sea siempre ésta, es decir,  la de ser comunicable, el pensamiento es para la comunicación no para el aislamiento).  Ese diálogo de mi yo contra yo mismo, parte de un nacimiento, de una natalidad, nace en el momento exacto en que una voz interior se distancia de mi yo para discrepar, para mostrar la diferencia y la alteridad (cuando el yo se separa de lo que ha visto a primera vista y duda y piensa) y yo estoy dispuesto a escucharla.   Esa dualidad, esa duplicidad original (two-in-one) de cada individuo, nos recuerda de nuevo que no hay identidad, ni original ni terminal, que somos un hacerse.  Cuando nace esa otra voz, ese otro yo mismo, tenemos experiencia de la disensión interior y esa disensión en la dualidad es precisamente lo que nos incita a buscar la no contradicción, pues la dualidad sólo halla bienestar cuando la contradicción es resuelta.

3.2  Pensamiento y voluntad.

Y ahí se conectan las dos facultades del espíritu, pensamiento y voluntad, pues el sentido de la ética es que el querer, la voluntad, no se halle en conflicto consigo misma.  La voluntad es la que forja el yo duradero, es la única que persigue una identidad que nos permita juzgar, y ver si algo armoniza y es coherente con lo que queremos ser.  Por eso Arendt piensa que hay que educar la voluntad de los débiles para que tengan un carácter; en el artículo La crisis de la Educación defiende la gran importancia que ésta tiene y afirma que los adultos debemos recuperar el valor de educar y asumir la autoridad sobre los más jóvenes sin abandonarlos en su mundo en donde no serán capaces de tomar decisiones, pues su voluntad aún no ha sido forjada.  Hay que educar para ayudar a los jóvenes a elegir y eso no es fácil cuando, por un lado, no estamos acostumbrados y cuando no tenemos valores que nos permitan apoyar nuestro pensamiento y dirigirlo; y, por otro lado, hemos sido formados en el pensamiento científico cuyo positivismo -ya se ha apuntado- nos lleva a temer no hallar la respuesta verdadera, aún tras haber reflexionado, nos da miedo equivocarnos;  pensar no es garantía de acierto (su maestro Heiddegger, pensó y se equivocó).

  1. El ámbito de la moralidad

4.1  Moral y coherencia.

Hay que reparar aquí en que si el peor mal es el mal interior, la escisión interna (es preferible el mal exterior), es mejor que yo tenga que desaprobar al mundo o que el mundo tenga que desaprobarme a mí,  a que yo tenga que desaprobarme a mí mismo.   Así, el principio de la moralidad es la ausencia de contradicción interna;  aquello que no provoque contradicción entre las dos voces, la del yo y la del yo mismo, es lo que nos evita hacer el mal.  Queda pues bien claro que el pensar queda con ello enaltecido:  el peor mal existente es el que han provocado los que dejaron de pensar, pues quien no establece ese diálogo interior puede causar el mal sin temor en la medida en que no se le despierta el malestar que produce la contradicción interior;  no tendrá remordimientos y podrá cometer cualquier delito pues sabe que lo olvidará.  Ahí está la banalidad del mal.

Como se ha dicho, la naturaleza del pensamiento es el ser comunicable, el pensar es lenguaje, por lo que el pensamiento apunta ya a los  otros, desde el pensar individual hasta lo compartido con otros, en la kantiana “mentalidad ampliada”:  para que el pensamiento sea crítico, debe quedar expuesto a las opiniones de los demás, pues sólo con ello  puede ganar la imparcialidad que el pensar meramente subjetivo de los intereses individuales no tenía.   La mentalidad amplia me permite darme cuenta de si he “secuestrado” un juicio para adaptármelo a mi significado (interesado) o si, al comparar mi juicio con  otros juicios, éste pasa la prueba de la imparcialidad, abandonándose entonces el mero interés propio, la mera identidad, para alcanzar la diversidad, la pluralidad (no la multiculturalidad, pues Arendt habla de individuos, no de culturas, sólo los individuos piensan, no las culturas, sólo los individuos pueden ser amados, no las culturas.   En la entrevista que le hizo  Gaus afirmó:  “Nunca en mi vida he amado a ningún pueblo o colectivo, ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al americano, ni a la clase trabajadora ni a nada de este orden  (…)  este amor a los judíos, siendo como soy judía, a mí me resultaría sospechoso”

4.2  El juicio moral.

Este paso de lo particular a lo otro, a lo diverso, está inspirado en el juicio estético, en el juicio kantiano del gusto cuya máxima subjetiva exige la universalidad, lo compartido (me puede agradar un cuadro pintado por mi hijo, pero mi gusto debería tender hacia las cualidades de las obras clásicas, compartidas, no perecederas que explican porqué Las meninas cuelgan de un museo, mientras que el cuadro de mi hijo, no).  La ética va así de lo particular a lo comunitario, llegando hasta el mundo común donde el sentido común compartible permite convertir el “me gusta”, el “me interesa” o el “me duele” en algo de la comunidad (veamos que el dolor del pie es privado, pero la acción “me duele el pie” es pública y cualquiera puede entenderla).  Que pueda convertirse en algo de la comunidad no garantiza en absoluto la unanimidad ni el acuerdo, solamente muestra el querer vivir con otros.

Es importante ver que al emitir el juicio moral, el individuo, por una parte se elige a sí mismo, elige cómo quiere ser, quién quiere ser;  pero, por otra parte, está eligiendo también con quién quiere vivir en la medida en que opta por vivir con aquellos que sean capaces -a su vez- de pensar y juzgar el mundo conjuntamente.    Ese juzgar conjuntamente necesita de la mentalidad ampliada que te exige abandonar tu lugar como actor y ponerte en el lugar del espectador, pensar en el lugar del otro, tener una comunicación anticipada con el otro con el que sé que, al final, deberé llegar a un acuerdo (resuena aquí Habermas).

Se ha dicho ya que al elegir elegimos quién queremos ser;  cuando pensamos nos podemos dar cuenta de quiénes seríamos al elegir, y por tanto, podemos decir:  “yo no puedo hacer esto porque yo no quiero ser ese”: estás viéndote a tí mismo y examinando quién quieres ser;  el sujeto se escoge a sí mismo con lo cual se convierte en el modelo de la conciencia moral.  Y no sólo en el modelo individual, pues al escoger, escoges también a los otros, quieres las elecciones que harían los otros que estuvieran en el mismo lugar de espectadores que tú.  Por tanto, con tu elección eliges a aquellos con los que quieres estar, al tiempo que eliges un modelo de humanidad, lo que deseas que la persona acabe siendo.

Hasta aquí, se ha hablado de modelos de acción, de modelos de conciencia, no de principios universales de actuación que nos permitan subsumir las acciones individuales.  Pero si no  buscamos principios y reglas racionales inmutables de acción, nos faltarán las garantías para saber si nos equivocamos o no.  Efectivamente, sentimos un miedo enorme a juzgar, pues, como se ha dicho, tememos equivocarnos -como también Arendt misma se equivocó en ocasiones-, tememos pensar sin barandillas.  Arendt nos ilustra la desazón de ese juzgar afirmando que  “hemos recibido una herencia sin testamento” y eso nos da miedo, nos hace conscientes de nuestra soledad ante el actuar.  Es ese miedo el que nos lleva a escondernos tras las causas de la actuación buscadas, por ejemplo, por la psicología social, que nos tranquilizaría con sus estadísticas y sus números.  Como ya se ha apuntado, nos hemos educado en la positividad del conocimiento científico (físico-matemático) donde la finalidad no es pensar, sino conocer para poder llegar a verdades.  Pero en el campo de la moralidad, la universalización no puede ser el punto de partida;  es más, a nuestra autora no le incomoda la relatividad de las opiniones.  Al juzgar nada nos garantizará que nuestro juicio sea el más correcto, no podremos evitar la incertidumbre y el miedo;  pero eso, el no tener garantías de acierto, no nos puede llevar a no pensar.  Lo que pretende Arendt es luchar contra la indiferencia moral, contra el pensamiento único, contra las opiniones prefabricadas de la sociedad de masas -como comentaremos más abajo-, pensar por uno mismo.  De nuevo se escucha su  letanía:  “yo sólo quiero comprender”.

4.3  Del  pensar moral a la política.

Como se dijo anteriormente,  Arendt piensa que vivimos en un mundo donde se han roto las reglas y no tenemos principios morales universales únicos propios del mundo común.  Por lo tanto habrá que buscar algunos, pero tampoco ahora se hallará un principio teórico general a partir del cual deducir reglas concretas, la teoría no puede anticiparse a la acción- se deberá partir de experiencias concretas y aún de ejemplos que muevan al pensamiento-.  Y el ejemplo por antonomasia de la formación de la conciencia moral lo toma de Sócrates, cuando afirma:  “es preferible padecer una injusticia que cometerla”, es preferible ser víctima que autor de una injusticia.  Para nuestra autora esa afirmación constituiría una buena base para el pensamiento moral pues toda teoría moral que la negase caería en una contradicción, con lo cual y de nuevo, la moral es una cuestión de coherencia, de no contradicción de uno consigo mismo.

Afirma Arendt que pensar no es cosa de eruditos -a diferencia del conocer las verdades de la ciencia- ni de ignorantes, ni de elegidos, sino que todos  debemos y podemos pensar, por lo que debemos exigírselo a los otros ya que sólo así podemos mejorar ese mundo común que nace de las acciones compartidas.  Al pensar, al alejarnos del mundo desmaterializando las cosas que hay en él, será cuando -paradójicamente- más nos demos cuenta de  que estamos vivos.   Pensar, además de ser un acto político, resulta liberador, pues en situaciones límite, ya se verá más abajo, cuando la mayoría ha renunciado a pensar, puedes decidir no participar y esa decisión es una decisión política.  El pensamiento es lo que puede guiar mi acción y mi acción siempre afecta a otros, con lo cual todo pensar es un pensar político.  Y la consecuencia de no pensar o de no pensar políticamente -como si los otros no existieran o no pensaran- es el mal.

  1. La existencia del mal

5.1  El mal radical y el mal banal.

En cuanto a la existencia del mal, el mal puede existir de dos maneras:  como mal radical, como mal deliberado, que se produce cuando, aún habiendo pensamiento, el individuo siente la señal que le advierte, que le alerta ante la contradicción interior, pero no le hace caso.  Platón lo explicó como la falta de equilibrio entre las tres almas, pero pensó que era fruto de la ignorancia, y que se curaba con la justicia y con la educación que consideraba medicina y gimnasia del alma.  Para nuestra autora, ese mal sólo puede corregirse con la política, en la medida en que sólo ésta nos muestra la necesidad de contar con los otros, de oír cuál sería su pensamiento.  Eso es lo que acabará dándose en el totalitarismo, que se analizará más abajo.
Pero existe otro tipo de mal que procede de no pensar, luego de no sentir esa señal de alerta que avisa de la contradicción interna, y que es propio de aquel que es uno también en su interior.   Es el mal banal.

5.2   Eichmann y la banalidad del mal.

La idea del mal banal, de la banalidad del mal, la defiende Arendt en el libro Eichmann en Jerusalen.  Un estudio sobre la banalidad del mal (1961) que publicó tras el juicio a Eichmann, (ensayo por el que fue criticada en la medida en que destacaba la pasividad judía que había facilitado el genocidio).   Adolf  Eichmann fue teniente coronel de las SS y uno de los máximos responsables de la “solución final” nazi para acabar con “la cuestión judía” mediante el exterminio masivo y organizado de los judíos entre 1942 y 1945.  Eichmann fue un experto administrador y un vigilante funcionario  de la organización de deportó a millones de judíos hacia su matadero.   Tras la derrota nazi, huyó a Argentina, de donde fue secuestrado por un comando especial de la inteligencia israelí -violando las normas de derecho internacional- y juzgado en Jerusalén en 1961.  Arendt siguió el proceso in situ y con el  material recogido elaboró el polémico informe donde rechazó que Eichmann tuviese una perversa o cruel personalidad criminal;  Eichman era una persona mediocre, de inteligencia mediocre que, habiendo fracasado en la vida civil ingresó en el Partido Nacional Socialista alemán, en el ejército y finalmente en las SS en donde fue transferido a departamento de “evacuación y emigración” en el que se familiarizó con el trato con judíos, a los que no sólo no odiaba, sino de los que admiraba su “idealismo”sionista.  Por tanto, Eichmann fue un funcionario que cumplía eficazmente las órdenes que le venían desde arriba -ni siquiera se hallaba impregnado de la ideología nazi- y que no tuvo nada que ver en la ideación de la “solución final”, por lo que era un pelele en el que “no se ocultaba el demonio” ni actuaba por envidia, debilidad, odio o deseo, a diferencia de Hitler o Himmler a quienes guiaba el “mal radical”.  Eichmann no pensaba, se atenía a las órdenes, por lo que ejecutarlas no le planteaba problemas morales;  para él era legal, y, como no pensaba, no se imaginó las consecuencias ni el alcance de lo que estaba organizando.

Sin embargo, para Arendt, Eichmann es culpable pues secundó y ejecutó las órdenes de un Estado criminal con celo funcionarial (Kant dijo que la moralidad pasa por el respeto a la ley,  Arendt añade: siempre que la ley sea respetable).  No escuchó la señal de alarma que debería haberle anunciado la batalla entre su propio yo y su yo mismo, pues no pensó, por lo que tampoco pudo anticipar qué tipo de persona iba a acabar siendo.

  1. Análisis del totalitarismo

Se ha hablado ya del mal radical o del mal absoluto que condujo a que pasara lo que no habría debido suceder, aquello con lo que no podemos reconciliarnos ni podemos pasar de largo en silencio.   Este tema lo había planteado previamente la autora que nos ocupa en la obra que le dio fama, Los orígenes del totalitarismo (1951).  En ella analizó el fenómeno del totalitarismo como algo novedoso del s. XX en la medida en que se basaba en una forma inédita de dominación total del hombre que abarca a la condición humana en su conjunto, y que, como nueva forma de dominación, no reconoce la propia humanidad de los hombres y de su mundo.  Y eso no se había dado en ninguna otra forma de tiranía o de dictadura, cuyos objetivos eran la persecución de las libertades civiles y políticas, y que una vez conseguidos los objetivos, consolidado el régimen y controlada la oposición,  trataban simplemente  de mantenerse.

6.1  Los orígenes del totalitarismo.

Esa terrible novedad del totalitarismo que supuso una ruptura total con nuestras  tradiciones, acabó con nuestros criterios de juicio moral, ético, político y jurídico;  y las categorías con las que pensábamos -como gobierno legal o ilegal, poder legítimo o arbitrario- quedaban destrozadas.  Habíamos recibido  “una herencia sin testamento” en la medida en que el totalitarismo había supuesto la pérdida de lo político, y con ello, la pérdida de lo humano.

La obra Los orígenes del totalitarismo tiene tres partes en las que se analizan el antisemitismo, el imperialismo y finalmente el totalitarismo, del que, según nuestra autora, se habían dado dos manifestaciones:  el nazismo y el estalinismo (afirmación harto polémica en su época).  Veamos ahora los elementos (alguno de ellos pueden hallarse en el XVIII) cuya confluencia nos ayuda a comprender  la “cristalización” del totalitarismo;  y decimos elementos y no causas, pues recordemos, por un lado, que no hay determinismo en las acciones humanas, luego tampoco en la historia; y, por otro lado, añadamos que no existe tampoco “esencia” de totalitarismo antes de aparecer;  y apuntemos finalmente que para Arendt el acontecimiento del totalitarismo es mayor que los elementos que lo componen. Así pues los elementos que confluyen son el antisemitismo, la decadencia del estado-nación, el racismo y su concepto limitador de humanidad, el expansionismo propio de los imperialismos, la alianza entre el capital y la plebe, las masas.
En cuanto al imperialismo,  Arendt lo presenta como la acción política del Estado movida por motivos económicos relacionados con la emancipación de la burguesía que pugna con las monarquías existentes para invertir los capitales excedentes en otros territorios;  pero, según nuestra autora, los estados-nación europeos  del XIX no eran adecuados a esa expansión en la medida en que se asentaban en la legitimidad de una ley común que reconocía tácitamente una población básicamente homogénea, donde los poblaciones ahora dominadas no encajaban;  es esa tensión la que obligaba a diferenciar  las instituciones del estado colonizador de las de la nación colonizada.  Esa tensión estructural era la que daba lugar al racismo cuando se desplazaban las lealtades y los símbolos desde la nación a la raza:  desde la conciencia de pertenecer a un Estado civilizado que reconoce leyes universales, a la conciencia de pertenecer a una raza superior.  Por otra parte, durante el XIX tampoco se llegó realmente a la homogeneización que en clave teórica legitimaba el estado, pues las clases o sectores sociales no consiguieron una integración pacífica, luego cada clase proyectó ese conflicto contra el propio estado alimentando así el antisemitismo que defendía que los judíos como grupo humano impedían la integración interna del Estado:  “el antisemitismo político se desarrolló porque los judíos eran un cuerpo separado, mientras que la discriminación social surgió a consecuencia de la creciente igualdad de los judíos respecto de los demás grupos” (Arendt, 2009, p. 126)

Además del imperialismo ultramarino, Arendt señala un “imperialismo continental” que da lugar en Europa al pangermanismo y al paneslavismo -que aspiraban, ambos, a unificar políticamente a pueblos dispersos de Centroeuropa y de Europa oriental-, nacidos antes de 1870 y que tienden a desaparecer tras la primera guerra mundial, pero que ayudan a entender el nazismo y el bolchevismo que vendrán (recordemos que tanto el imperio austro-húngaro como el ruso habían quedado fuera de la repartición imperialista).  Estos panmovimientos que planteaban la existencia de una comunidad popular diferente a la que el estado-nación protegía, transmitían una hostilidad destructiva hacia el estado-nación mismo.  La tesis arendtiana es que el imperialismo europeo (detalladamente documentado en la obra) tiene mayor relevancia y significado que el antisemitismo a la hora de comprender los orígenes del totalitarismo, y que ambos elementos, ninguno de ellos totalitario por sí mismo, ayudaron a experimentar nuevos prácticas de dominación y nuevas justificaciones de la violencia.

6.2  Totalitarismo y ley.

La cristalización del fenómeno del totalitarismo lo convierte en un régimen que sigue leyes suprahumanas que rigen el universo:  las leyes de la Naturaleza y su desarrollo en el fascismo, y las de la Historia y su desarrollo en el estalinismo;  y por ello ambos afirman perseguir alcanzar la Humanidad y plasmar la justicia en la tierra.

Las ideologías totalitarias explican el pasado y anticipan el futuro, son redondas, cerradas, no hay lugar para la impredecibilidad de la acción humana, luego hay que  negarla;  se trata de transformar la propia naturaleza humana para acomodarla a la Idea, sea ésta la Naturaleza o la Historia.  Una vez esto aceptado, el hombre, el individuo se vuelve superfluo, solo es un engranaje, luego queda eliminada la pluralidad, la espontaneidad y la imprevisibilidad característica de los seres humanos, y éstos quedan reducidos entonces a pura animalidad.   Con ello desaparece la esfera de la política.   La ideología -lógica de la idea- explica la realidad, luego hay que desconfiar de los sentidos y de las propias convicciones en ellos basadas, de los hechos que no se acomodan a la teoría y de los que ésta ya no depende (Trosky puede desaparecer de los textos de historia y de  las fotos, si la teoría lo requiere).

Sobre todos estos supuestos, el líder totalitario no es un tirano, sino alguien que para seguir las leyes supremas puede saltarse las leyes positivas -que siempre quedarán en segundo plano pues dependerán de aquéllas- y el resto de los dirigentes no serán sino meros ejecutores.  Y ahí está la clave de la dominación:  una vez que los hombres han sido desposeídos de su condición humana (no deben pensar, no deben juzgar, la ley regirá) son ya meros instrumentos que mediante el terror se pondrán al servicio de la idea.  Por ello, los campos de concentración son un resultado lógico del gobierno totalitario, y si los que allí se hallan son prescindibles, es lógico  que sean eliminados:  “La insana fabricación en masa de cadáveres es precedida por la preparación, histórica y políticamente inteligible, de cadáveres vivientes” (Arendt, 2009, p. 601)

Este sistema del terror totalitario sólo puede cuajar en una sociedad en donde el hombre viva ya de hecho aislado y haya desaparecido el valor del terreno de la política, de la esfera de lo público y esto es lo que sucede en la sociedad moderna, como se expondrá a continuación.

  1. Análisis de la modernidad

 

Para nuestra autora, la modernidad aparece cuando el descubrimiento de América y Galileo desvelan los secretos del universo.  Pero, curiosamente, ese desvelar los secretos del universo provoca como reacción  la duda cartesiana y la ciencia físico-matemática que se convierte en el paradigma del conocimiento;  estas matemáticas nos permiten conocer el mundo desde fuera, desde la perspectiva del universo, buscando las leyes del universo, de las que las leyes de la tierra no son más que un caso especial;  el mundo no es ya lo que es común a los hombres, sino que queda rebajado.  Se produce con ello una alienación del mundo, y  una pérdida del lugar en el que el hombre deviene humano cuando actúa.  Con ello perdemos también el lugar en el que aparecemos y nos revelamos.  Es entonces cuando el trabajo se vuelve el único sentido de la vida humana y nace la moderna glorificación del trabajo.  La esfera económica se come entonces a la esfera política, lo privado (los intereses privados) se confunde con lo público y es negado el espacio político donde los hombres libres -libres de la necesidad que le marca su propia subsistencia- se encuentran para actuar.

Es el advenimiento de la sociedad, de la sociedad de masas en la medida en que se ha perdido la individualidad y se ha limitado la vida a la producción y al consumo;  una vez así alcanzada la glorificación teórica del trabajo y la trasformación de toda la sociedad en una sociedad de trabajo, será fácil la dominación de este animal laborans.  La transformación y la alegría que en esta sociedad de masas proviene del trabajo es la forma de sumir a los humanos en el ciclo biológico de la Naturaleza, trabajar y consumir, cansarse y descansar, con la regularidad feliz y sin objetivo del día y la noche, la vida y la muerte.   Y nótese que en el comercio del trabajo y del consumo, no se produce libertad, sino obediencia a lo prescrito por la técnica, por el cálculo, a las leyes de la producción.  No será ya  extraño entonces que  esas mismas leyes alcancen al territorio que ahora llamamos erróneamente de la política, al lugar donde los políticos profesionales persiguen la producción del voto.

En esta moderna sociedad de masas, lo político se ha confundido con lo social y no queda lugar para una política autónoma e independiente de la economía, un mundo donde la  necesidad, lo social, ha fagocitado a lo político y la única razón es ya la razón instrumental, donde el espacio público está copado por problemas de intereses privados cuyos promotores tratan de controlarlo para obtener más fácilmente sus propios beneficios.  En este mundo -se apuntó- el hombre no puede hallar sentido, no puede orientarse acerca de cómo quiere vivir.  Estamos ante el nuevo mal radical  cuya finalidad es negar la espontaneidad y la libertad individual que se manifiesta en la acción humana.

En este mundo el hombre se halla solo (a pesar de estar al lado de otros) y eso facilita la dominación, para Arendt,  lo contrario de la acción (pues ésta es la que instituye el poder, según nuestra autora).  Y la dominación así facilitada permite que el totalitarismo imponga el terror, que sólo funciona con hombres aislados del mundo humano en el que ya no pueden manifestar sus inter-eses.  Si el hombre está solo y no se manifiesta, no se revela, no hay tampoco quién lo reconozca.  La dominación total reduce las diferencias entre los humanos a una pura identidad, y cuando se suprime toda referencia a lo humano, el individuo se ha vuelto superfluo.  Por eso los campos de exterminio no son sino una culminación de este proceso.  Y el asesinato en masa que se instituye en ellos, una consecuencia lógica.

 

Estanislao Zuleta

Elogio de la dificultad

 

La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiesta de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y, por tanto, también sin carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes.

 

Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera porque constituyen el modelo de nuestros anhelos en la vida práctica. Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada; de las reconciliaciones totales; de las soluciones definitivas. Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos: que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal.

 

En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida.

 

En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos que desgraciadamente sí han existido.

Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él.

 

Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en la historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen entregarse los partidos provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la gracia –por la desgracia– de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el terror de los medios que procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal, que los que se atreverían a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria: sus argumentos, no son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o bien máscaras de malignos propósitos.

 

En lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de pertenencia al otro –y el otro es, en este sistema, sinónimo de enemigo–, o se procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se desarrolla peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda diferencia: el que no está conmigo, está contra mí, y el que no está completamente conmigo, no está conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero abismo de la acción, que consiste en la exigencia de una entrega total a la “causa” absoluta y concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión.

 

Ahora sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras santas y sus orgías de fraternidad no es una característica exclusiva de ciertas épocas del pasado o de civilizaciones atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos sin abolir una gran capacidad de inventiva y una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen filosóficamente elevado o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra el riesgo de caer en la interpretación propia de la lógica paranoide que afirma un discurso particular –todos lo son– como la designación misma de la realidad y los otros como ceguera o mentira.

 

El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que suprimen la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus miembros una identidad exaltada por la participación, separan un interior bueno –el grupo– y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo aquí facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este tipo de formaciones colectivas, se caracterizan por una inaudita capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto.

 

Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que las generan o que someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el descrédito en que cae el concepto de respeto.

 

No se quiere saber nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales. Estos valores aparecen más bien como males menores propios de un resignado escepticismo, como signos de que se ha abdicado a las más caras esperanzas. Porque el respeto y las normas sólo adquieren vigencia allí donde el amor, el entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a determinar las relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a la diferencia, sólo puede afirmarse allí donde ya no se cree que la diferencia pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y espontánea, o en una fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento del otro, tomarlo seriamente en consideración, someterlo a sus consecuencias, ejercer sobre él una critica, válida también en principio para el pensamiento propio, cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por nuestra boca; porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser error o mala fe; y el hecho mismo de su diferencia con nuestra verdad es prueba contundente de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra. Nuestro saber es el mapa de la realidad y toda línea que se separe de él sólo puede ser imaginaria o algo peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses. Desde la concepción apocalíptica de la historia las normas y las leyes de cualquier tipo, son vistas como algo demasiado abstracto y mezquino frente a la gran tarea de realizar el ideal y de encarnar la promesa; y por lo tanto sólo se reclaman y se valoran cuando ya no se cree en la misión incondicionada.

 

Pero lo que ocurre cuando sobreviene la gran desidealización no es generalmente que se aprenda a valorar positivamente lo que tan alegremente se había desechado, estimado sólo negativamente; lo que se produce entonces, casi siempre, es una verdadera ola de pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida entonces que la crítica a una sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase, era fundamentalmente correcta y que el combate por una organización social racional e igualitaria sigue siendo necesario y urgente. A la desidealización sucede el arribismo individualista que además piensa que ha superado toda moral por el sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida cualitativamente superior.

 

Lo más difícil, lo más importante. Lo más necesario, lo que a todos modos hay que intentar, es conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación paranoide de la lucha. Lo difícil, pero también lo esencial es valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho. Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que no exige de nosotros ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades.

Hay que observar con cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad lógica: Es decir, el empleo de un método explicativo completamente diferente cuando se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasaos y los errores propios y los del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una manifestación de su ser más profundo; en nuestro caso aplicamos el circunstancialismo, de manera que aún los mismos fenómenos se explican por las circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura. Él es así; yo me vi obligado. Él cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar este resultado. El discurso del otro no es más que de su neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple constatación de los hechos y una deducción lógica de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los resultados.

 

Y cuando de este modo nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica que es siempre una doble falsificación, no sólo irrespetamos al otro, sino también a nosotros mismos, puesto que nos negamos a pensar efectivamente el proceso que estamos viviendo.

La difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta no significa desde luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los intereses de las personas, los partidos, las clases y las naciones en conflicto. Significa por el contrario que tenemos suficiente confianza en la superioridad de la causa que defendemos, como para estar seguros de que no necesita, ni le conviene esa doble falsificación con la cual, en verdad, podría defenderse cualquier cosa.

 

En el carnaval de miseria y derroche propios del capitalismo tardío se oye a la vez lejana y urgente la voz de Goethe y Marx que nos convocaron a un trabajo creador, difícil, capaz de situar al individuo concreto a la altura de las conquistas de la humanidad.

Dostoievski nos enseño a mirar hasta donde van las tentaciones de tener una fácil relación interhumana: van sólo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad respetuosa en una empresa común se produce lo que Bahro llama intereses compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo de ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos libere de una vez por todas del cuidado de que nuestra vida tenga un sentido. Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la dificultad de nuestra liberación procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque nos evitan la angustia de la razón.

 

Pero en medio del pesimismo de nuestra época se sigue desarrollando el pensamiento histórico, el psicoanálisis, la antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del pesimismo de nuestra época surge la lucha de los proletarios que ya saben que un trabajo insensato no se paga con nada, ni con automóviles ni con televisores; surge la rebelión magnífica de las mujeres que no aceptan una situación de inferioridad a cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección desesperada de los jóvenes que no pueden aceptar el destino que se les ha fabricado.

 

Este enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:

 

«También esta noche, tierra, permaneciste firme.
Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor.
Y alientas otra vez en mi la aspiración de luchar sin descanso por una altísima existencia».

 

TALLER

  1. De acuerdo con el contexto, el sentido de la expresión “países de Cucaña” es:
  2. países ideales para habitar
  3. países donde se alcanza rápida y cómodamente lo deseado
  4. lugares inexistentes.
  5. países imaginarios.
  6. De acuerdo con lo planteado en el texto, ¿Por qué es perjudicial desear cosas o situaciones que no ameriten esfuerzo?
  7. porque se constituyen  en el modelo de nuestros propósitos.
  8. porque nos hace sentir fracasados el hecho de no obtener lo deseado.
  9. porque esos deseos son prácticamente inalcanzables.
  10. porque puede conducirnos a la idealización y, por ende, al terror.
  11. ¿cuántas veces se alude en el texto al paraíso?
  12. una                       b. cinco            c.  ninguna              d. tres
  13. Ordena conforme aparece en el fragmento, las expresiones que sintetizan cada una de las ideas principales de los párrafos.

a.________ idealización                            b. desear el mal ___________

c.________ regreso al paraíso                  d. felicidad _______________

  1. _______ modelo de propósitos.
  2. Cuando en el texto se está argumentando sobre la forma de desear, se refiere a un caso en particular: las relaciones humanas, las cuales, según el texto, tienden en última instancia al deseo de regresar al huevo. La última expresión alude a:
  3. un miedo por lo desconocido.
  4. la necesidad de establecer una relación perfecta
  5. un deseo por regresar al útero de nuestras madres.
  6. ninguna de las anteriores.
  7. A tu juicio, el texto elogio de la dificultad podría catalogarse como:
  8. exagerado                          b. carente de fundamento
  9. realista                                d. provocativo.

Justifique su elección

  1. Atendiendo a lo propuesto en el texto de Zuleta, y relacionándolo con su forma de percibir la realidad de los jóvenes, ¿consideras que estos se sienten fracasados al no obtener lo que se desea de una manera fácil y rápida?   Escriba su postura respecto al tema:
  2. Mencione un posible caso de la historia antigua o reciente en el que se evidencien los horrores a los que pueden llegar los partidos políticos o los grupos religiosos, económicos, etc. Provistos de una verdad y de una meta absoluta.
  3. El postulado principal del ensayo Elogio de la dificultad consiste en que nuestros propósitos y anhelos de la vida práctica se fundamentan en el deseo de obtener todo de una forma rápida y cómoda, es decir, con la ley del menor esfuerzo. A partir de lo anterior, construye un argumento  con el cual convenza a un público de por qué deseamos el mal.
  4. Si el propósito del texto de Estanislao Zuleta es elogiar la dificultad, plantea una tesis opuesta a la que él presenta en su texto.
  5. Desarrolla un ensayo que relaciones el pensamiento de Estanisla Zuleta en relación con el conflicto armado Colombiano (200 palabras)
  6. explique que es la revolución y su relación con la justicia.

EL POEMA DE PARMÉNIDES

^Introducción

1

Las yeguas que me llevan me condujeron hasta la meta de mi corazón, pues que en su carrera me trasportaron hasta el famoso camino de la deidad que, solo, lleva a través de todo al hombre iniciado en el saber. Hasta allí fui llevado, pues hasta allí me llevaron las muy inteligentes yeguas que tiran de mi carro, mientras que unas doncellas me enseñaban el camino.

El eje, inflamándose en los cubos, impelido de ambos lados por las dos redondas ruedas, lanzaba un grito de siringa, en tanto se apresuraban por conducirme hasta la luz las doncellas del Sol, dejando atrás las moradas de la Noche, quitándose con las manos de las cabezas los velos.

Allí están las puertas de los caminos de la Noche y del Día, sujetas entre un dintel y un umbral de piedra, altas hasta el éter, cerradas con ingentes hojas, de las que la Justicia fecunda en penas guarda las llaves maestras.

Induciéndola con blandas razones, las doncellas la convencieron [102] inteligentemente de que sin tardanza les quitase de las puertas la barra sujeta con un cerrojo. Y las puertas abrieron una boca inmensa al desplegar las alas y hacer girar sucesivamente en los quicios sus ejes de fuerte bronce, sujetos con clavijas y pernos. Allá, pues, a través de las puertas, guiaron en línea recta las doncellas por la calzada carro y yeguas.

Y la diosa me acogió benévolamente. Tomó mi mano derecha en la suya y me habló dirigiéndome estas palabras:

Oh, joven, que en compañía de inmortales conductores y traído por esas yeguas arribas a nuestra morada, salud, pues que no es un destino aciago quien te impulsó a recorrer este camino, que está, en efecto, fuera del trillado por los hombres, sino la ley y la justicia. Mas necesidad es que te informes de todo, tanto del intrépido corazón de la Verdad bien redonda, cuanto de las opiniones de los mortales, en las que no hay una fe verdadera. Pero en todo caso aprenderás también esto, cómo necesitaban haber puesto a prueba cómo es lo aparente, recorriéndolo enteramente todo.

Mas tú, de este camino de busca aparta el pensamiento que pienses, no te fuerce el hábito preñado de experiencia a entrar por este camino, moviendo ciegos ojos y zumbantes oídos y lengua, antes juzga con la razón la muy debatida argumentación por mí expuesta. Una sola posibilidad aún de hablar de un camino queda. [103]

^Primera parte

2

Sin embargo, considera firmemente con el pensamiento lo ausente como presente. Porque no cortarás a lo que es de su contacto con lo que es, ni esparcido por todas las partes del mundo, ni recogido.

3*

Igual me es todo punto de partida, pues he de volver a él.

4

Pero ven, y te diré, y tú retén las palabras oídas, qué únicos caminos de busca son pensables. El uno, que es y que no es posible que no sea, es la vía de la Persuasión, pues sigue a la Verdad. El otro, que no es y que necesario es que no sea, éste, te digo, es un sendero ignorante de todo. Porque ni puedes conocer lo que no es, pues no es factible, ni expresarlo.

5

Pues una misma cosa es la que puede ser pensada y puede ser.

6

Necesario es que aquello que es posible decir y pensar, [104] sea. Porque puede ser, mientras que lo que nada es, no lo puede. Esto te pido consideres. De este primer camino de busca, pues, te aparto, pero también de aquel por el que mortales que nada saben yerran bicéfalos, porque la inhabilidad dirige en sus pechos el errante pensamiento, y así van y vienen, como sordos y ciegos, estupidizados, raleas sin juicio, para quienes es cosa admitida que sea y no sea, y lo mismo y no lo mismo, y de todas las cosas hay una vía de ida y vuelta.

7

Pues jamás domarás a ser a lo que no es. Pero tú, de este camino de busca aparta el pensamiento que pienses.

8

Una sola posibilidad aún de hablar de un camino queda: que es. En este hay muchísimos signos de que lo que es no se ha generado y es imperecedero, pues es de intactos miembros, intrépido y sin fin. Ni nunca fue, ni será, puesto que es, ahora, junto todo, uno, continuo. Porque ¿qué origen le buscarás? ¿cómo, de dónde habría tomado auge? De lo que no es, no te dejaré decirlo ni pensarlo, pues no es posible decir ni pensar que no es. Y ¿qué necesidad le habría hecho nacer después más bien que antes, tomando principio de lo que nada es? Así, necesario es que sea totalmente, o que no sea.

Ni nunca la fuerza de la fe permitirá que de lo que no es se genere algo a su lado. Por lo cual ni generarse ni perecer le consiente la Justicia, soltando sus cadenas, sino que lo tiene sujeto. Mas el juicio acerca de estos caminos [105] se funda en esta pregunta: ¿es o no es? Pues bien, cosa juzgada es, según es necesidad, dejar el uno como imposible de pensar y nombrar, por no ser un camino verdadero, mientras que el otro es y es veraz. ¿Cómo podría ser más adelante lo que es? ¿Cómo podría haberse generado? Porque si se generó, no es, ni si está a punto de llegar a ser un día. Así, la generación se ha extinguido y es ignorado el perecer.

Tampoco es divisible, puesto que es todo igual, ni hay más en ninguna parte, lo que le impediría ser continuo, ni menos, sino que todo está lleno de lo que es. Por esto es todo continuo: porque lo que es toca a lo que es.
Y, además, está inmóvil entre los cabos de grandes cadenas, sin principio ni cese, puesto que la generación y el perecer han sido arrojados muy lejos, ya que los rechazó la fe verdadera. Es lo mismo, permanece en lo mismo, yace en sí mismo, y, así, permanece, trabados los pies, en el mismo sitio, pues una poderosa necesidad le tiene sujeto en las cadenas del límite que lo detiene por ambos lados. Por lo cual no es lícito que lo que es sea infinito, pues no es carente de nada, mientras que siéndolo carecería de todo.

Lo mismo es aquello que se puede pensar y aquello por lo que existe el pensamiento que se piensa, pues sin aquello que es, y en punto a lo cual es expresado, no encontrarás el pensar. Porque nada distinto ni es, ni será, al lado de lo que es; al menos el Destino lo ató para que fuese entero e inmóvil.[106] Por esto son nombres todo cuanto los mortales han establecido, persuadidos de que son verdaderos: generarse y perecer, ser y no ser, cambiar de lugar, mudar de color brillante.

Y, además, puesto que tiene un límite extremo, está terminado por todas partes, semejante a la masa de una esfera bien redonda, desde el medio igualmente fuerte por todas partes, pues necesario es que no sea ni más fuerte, ni más débil en una parte que en otra. Porque no hay nada que pudiera hacerle dejar de extenderse por igual, ni hay manera de que lo que es pueda ser aquí más y allí menos que lo que es, ya que es todo inexpoliable. Pues aquello desde lo que por todas partes es igual, impera del mismo modo entre los límites.

 

Santo Tomas

El problema de las relaciones entre la fe y la razón.

El florecimiento en el siglo XIII de la escuela franciscana que, frente a la oposición de los dialécticos, llega a regentar Cátedras en la Universidad de París, supone una vuelta a san Agustín en la solución al problema. Se defiende la servidumbre de la filosofía respecto de la teología; sin la iluminación de la fe todo intento racional es vano. La opción más fuerte a favor de la autonomía de la razón, de la independencia de la filosofía frente a la teología, se encuentra en la teoría de la doble verdad defendida por los averroístas. Existe una verdad teológica o de fe, dirán, y una verdad filosófica o de razón, pudiendo ambas ser afirmadas aunque sean incompatibles, por pertenecer a órdenes diferentes.

El conocimiento de Aristóteles en Occidente y la posición del averroísmo llevan a Tomás de Aquino a replantear el problema y darle una solución diferente de la averroísta y de la agustiniana. Tomás de Aquino se pronuncia por la autonomía “relativa” de la razón: el campo de la filosofía está enteramente sujeto a la razón, y la teología se basa en la revelación. En cuestiones comunes afirma la armonía; y en caso de conflictos, o se trataría de errores de la razón o de errores en la interpretación de la Escritura. Dados los condicionamientos de la época, Tomás encuentra el origen de los conflictos en los errores de la razón. Y es que para Tomás de Aquino, saber revelado y saber racional, por tener un mismo origen y un mismo autor, no pueden contradecirse.

Un problema doble ocupa las reflexiones de Tomás de Aquino: la distinción entre la fe y la razón y la necesidad de su concordancia. El ámbito entero de la filosofía procede exclusivamente de la razón; es decir, que el filósofo no debe admitir nada más que lo que sea accesible a la luz natural y demostrable por sus solos recursos. La teología, por el contrario, se basa en la revelación, o en la autoridad de Dios. Los artículos de la fe son conocimientos de origen sobre natural, contenidos en fórmulas cuyo sentido no nos es enteramente penetrable, pero que debemos aceptar como tales, aunque no podamos comprenderlos. Un filósofo argumenta siempre buscando en la razón los principios de su argumentación. Un teólogo argumenta siempre buscando sus principios primeros en la revelación. Así quedan delimitados sus dominios. Sin embargo, es empero necesario constatar que ocupan en común un determinado número de posiciones. En sus conclusiones, fe y razón coinciden. Ni la razón -cuando la usamos correctamente- ni la revelación -puesto que tiene su origen en Dios- pueden engañarnos. Ahora bien, la concordancia de la verdad con la verdad es necesaria. Siempre que una conclusión filosófica contradiga al dogma, nos hallamos ante un cierto signo evidente de que tal conclusión es falsa.

Pongamos por caso que la razón nos demuestra A y la revelación nos dice no-A. ¿Qué pasa entonces? La revelación es revelación divina, luego no puede equivocarse. Hemos cometido algún error en nuestros razonamientos. Debemos pues, revisar esos razonamientos hasta encontrar ese error.

La posición de Tomás de Aquino respecto al problema de las relaciones entre filosofía y fe consiste en los siguientes principios:

  1. Dios mismo es, en definitiva, el verdadero tema de la filosofía, porque es el tema de la «filosofía primera», que ya en Aristóteles aparecía a veces como «teología». Y la filosofía es el saber que puede tener lugar por la sola razón humana. Lo cual supone que la razón humana, por sí misma, puede establecer ciertas verdades, incluso relativas a Dios.
  2. 2. Hay un saber en el cual estriba la salvación del hombre, y este saber es la verdadera sabiduría. Este saber versa sobre el fin último del hombre, y es necesario para la salvación por cuanto cierto conocimiento del fin último configura el camino que el hombre ha de seguir hacia ese fin.
  3. 3. El fin último de todo es el principio primero de todo, es decir: Dios. Por lo tanto, el tema de la filosofía y el del saber que hace posible la salvación coinciden. Por otra parte, puesto que uno y otro saber son verdad, es imposible que lleguen a contradecirse.
  4. La sola razón humana no puede alcanzar el saber necesario para la salvación. esto quiere decir que la filosofía, aunque su tema coincida con el de ese saber, no es ese saber. Ese saber lo ha revelado Dios, y lo que Dios ha revelado lo ha revelado porque su conocimiento era necesario para la salvación.
  5. 5. Es imposible que de lo mismo haya a la vez fe y ciencia, entendiendo por «ciencia» el conocimiento que se tiene en virtud de la razón humana; lo que se sabe racionalmenteno se cree, sino que se sabe.Revelado en sentido formal es sólo aquello que no se puede alcanzar por la razón.
  6. 6. De lo «materialmente revelado» pueden formar parte verdades que no son reveladas en sentido formal, porque de ellas hay «saber»; Dios las ha revelado porque son necesarias para la salvación y puedende hechono ser alcanzadas por la razón humana, aunque de suyo no sean inalcanzables.
  7. 7. La revelación hecha por Dios a los hombres está contenida en la Escritura. Y su recepción por los hombres es un acto de captación intelectual, aunque no de demostración; es decir: no se trata de repetir fórmulas, sino de que esas fórmulas tengan sentido, aunque sea un sentido no demostrable. Ahora bien, el hombre no puede captar de otra manera que poniendo en relación lo que capta con sus propios conocimientos. De ahí que la idea de una asunción pura y exclusiva de lo literalmente revelado sea una idea contradictoria. De ahí que, incluso sin demostración, no haya aceptación de la fe si no hay un esfuerzo intelectual de comprensión; y que lo que se pone a contribución en ese esfuerzo sea todo aquello que el hombre pueda conocer por sí mismo.

 Las cinco vías tomistas.

La filosofía de Tomás de Aquino está construida more et ordine theologico. Hay que tener esto muy presente a la hora de comprenderla. En consecuencia, conviene bien que partamos de Dios. La demostración de su existencia es necesaria y posible. Necesaria, porque la existencia de Dios no es algo evidente por sí misma «Nadie puede concebir lo opuesto a lo que es verdad evidente…pero se puede pensar lo contrario de la existencia de Dios…luego su existencia no es verdad evidente». La evidencia en semejante materia sólo sería posible si tuviésemos una noción adecuada de la esencia divina; entonces su existencia aparecería como necesariamente incluida en su esencia. Pero Dios es un ser infinito, y como no tenemos concepto del infinito, nuestro espíritu finito no puede ver la necesidad de existir que su infinitud misma implica; nos es preciso concluir por vía de razonamiento esta existencia que no podemos constatar. La existencia de Dios no es percibida y tampoco es evidente. Lo único que nos queda es interrogar a la experiencia sensible, la cual nos permitirá acceder a esta verdad fundamental, no por simple inspección de esencias, sino por razonamientos que capten lo real existente. Hay que buscar en las cosas sensibles, cuya naturaleza es proporcionada a la nuestra, un punto de apoyo para elevarnos a Dios.

Todas las pruebas tomistas ponen en juego dos elementos distintos: la constatación de una realidad sensible que requiere una explicación y la afirmación de una serie causal, que tiene por base a esta realidad sensible y por cima a Dios.

La primera vía parte de la experiencia del movimiento. Está constatado por los sentidos que hay cosas que se mueven. Todo lo que se mueve es movido por otro. Todo movimiento tiene una causa, y esta causa debe ser exterior al ser que está en movimiento. No se puede ser motor y a la vez movido, hay que buscar el motor fuera de él, y a propósito de éste volverá a plantearse la misma cuestión, y así sucesivamente. Consiguientemente, debe admitirse, o bien que la serie de causas es infinita y no tiene un primer término -pero entonces nada explicaría que hubiera movimiento-, o bien que la serie es finita y existe un primer término, y este primer término es Dios.

La segunda vía es parecida a la primera, se basa en la noción de causa eficiente. Nada puede ser causa eficiente de sí mismo. Y la causa de algo o bien será incausada o bien tendrá a su vez una causa. Así, toda causa eficiente supone otra, la cual, a su vez, supone otra. Más estas causas no mantienen entre sí una relación accidental; por el contrario, se condicionan según un orden determinado, y precisamente por eso cada causa eficiente da verdaderamente cuenta de la siguiente. No es posible que la serie continúe hasta el infinito, tiene que haber, en definitiva una causa eficiente que no tenga a su vez causa eficiente alguna, que sea la primera para poder explicar a la que está en el medio de la serie y a la última de la serie; y esta primera causa eficiente es Dios.

La tercera vía afirma que vemos que hay cosas que, si bien son (=existen), podrían no ser (=existir); es decir: cosa contingentes. Poder existir o no existir es no tener una existencia necesaria; ahora bien, lo necesario no necesita de causa para existir y, precisamente porque es necesario, existe por sí mismo; pero lo posible no tiene en sí mismo la razón suficiente de su existencia; y si no hubiera absolutamente nada más que seres posibles en las cosas, nada habría. O bien todo es contingente o bien hay algo necesario. No es posible que todo sea contingente. Así pues, hay algo necesario. Para que lo que podía ser sea, es necesario antes algo que sea y que le haga ser. Es decir, si hay algo, es que en alguna parte existe algo necesario. Ahora bien, también aquí este necesario exigirá una causa o una serie de causas que no sea infinita; y el ser necesario por sí, causa de todos los seres que le deben su necesidad, no puede ser otro que Dios.

La cuarta vía pasa por los grados jerárquicos de perfección que se observan en los seres. Vemos que hay cosas más o menos verdaderas, más o menos bue`as, más o menos nobles. Percibimos en lo sensible la existencia de tales grados. Pero el más y el menos supone siempre un término de comparación, que es lo absoluto. Hay pues, una verdad y un bien en sí, es decir, a fin de cuentas, un ser en sí que es causa de todos los demás seres y al que llamamos Dios.

La quinta vía se funda en el orden de las cosas. Todas las cosas se mueven hacia un fin y ello aunque sean cosas carentes de conocimiento de su fin. La regularidad que manifiestan sus movimientos indica que su movimiento está ordenado a conseguir algo, que realizan un papel; en otras palabras, que hay un orden del mundo. Esta regularidad no puede ser más que intencional y querida. Ahora bien, aquello que no tiene conocimiento sólo puede actuar por un fin si es dirigido por algo inteligente. Puesto que las cosas naturales carecen de conocimiento, es preciso que alguien conozca por ellos, y a esta inteligencia primera, ordenadora de la finalidad de las cosas, llamamos Dios.

 Los principios tomistas.

Tomás de Aquino acepta los siguientes principios aristotélicos:

-la teoría de la substancia (primera y segunda) y los accidentes;

-la teoría de la materia y la forma (hilemorfismo).

-la teoría de la potencia y el acto, y el movimiento;

-la teoría de las cuatro causas;

-la teoría de la analogía;

-la teoría de que todo conocimiento comienza por los sentidos.

-la distinción en el hombre de dos intelectos

Además, añade los siguientes principios o temas no aristotélicos, sino platónicos o neoplatónicos:

1º La distinción Esencia/Existencia. Procede de Alfarabi y Avicena y Maimónides.

2º El principio platónico de la participación. Las criaturas participan de la existencia de Dios y de su perfección.

3º El principio platónico de la causalidad ejemplar. Dios es el supremo «ejemplar» o modelo que imitan imperfectamente las criaturas. Esto es agustinismo. En relación con estos conceptos de particip`ción y semejanza reinterpreta Tomás de Aquino el tema aristotélico de la analogía: cualquier perfección -y la existencia es la suprema perfección- se predica de Dios y las criaturas no de modo unívoco o equívoco, sino de modo análogo: Dios es la existencia, las criaturas tienen existencia; Dios es la perfección misma, las criaturas participan e imitan esa perfección.

4º El principio neoplatónico de los grados del ser y perfección. Según su cercanía a la Causa primera de la existencia y por la mayor o menor participación de su perfección. Hay una jerarquía de esencias.

 

El hombre.

Por su alma, el hombre pertenece todavía a la serie de los seres inmateriales; pero su alma no es una Inteligencia pura, como lo son los ángeles; no es más que un simple intelecto. La adopción del actus essendi como un acto que no es «forma», sino acto con respecto a la forma misma, capacita a Tomás para admitir seres que, aun no teniendo materia alguna, son «compuestos» de potencia y acto y, por lo tanto, creados. El último grado de la jerarquía de estos seres es el alma humana, especie de puente entre lo espiritual y lo material, por cuanto, a la vez que substancia espiritual es forma de un cuerpo; este carácter de forma del cuerpo (y de un solo cuerpo) no es accidental, sino esencial al alma. El intelecto humano puede conocer un determinado inteligible, pero no es Inteligencia, pues es esencialmente unible a un cuerpo. El alma es, efectivamente, una sustancia intelectual, pero a la que es esencial ser forma de un cuerpo y constituir con él un compuesto físico de la misma naturaleza que todos los compuestos de materia y forma. El alma humana señala los confines, la línea divisoria entre el reino de las puras Inteligencias y el de los cuerpos. Por ser substancia espiritual, el alma subsiste aunque se «separe» del cuerpo; ni siquiera esta «separación» suprime la relación esencial del alma al cuerpo concreto del que es forma. Por ser substancia espiritual, el alma tiene un conocimiento no sensible; por estar esencialmente unida al cuerpo, todo su conocimiento está ligado a la sensación. El entendimiento agente que posee toda alma humana es aquella facultad por la que más nos aproximamos a los ángeles.

La doctrina de Tomás de Aquino afirma que el hombre no es ni el alma sola, ni el cuerpo solo, sino la síntesis de ambos; el compuesto sustancial de ambos elementos. El cuerpo orgánico y el alma intelectiva se unen en el hombre como materia y forma sustancial del mismo. Frente a la tradición franciscana, Tomás opta por el hilemorfismo aristotélico, por la teoría de la unión sustancial del alma y del cuerpo, afirmando el principio intelectivo como forma propia del hombre y negando la composición en el alma de materia y forma. Con ello se opone a San Buenaventura.

Sin embargo supera a Aristóteles desde su perspectiva cristiana, al afirmar que el alma humana no se agota en ser forma del compuesto orgánico sino que es una realidad irreductible a la materia y sus procesos, siendo de origen divino y capaz de subsistencia; si bien la subsistencia no es un estado natural. No hay que olvidar que la creencia cristiana fundamental no es la inmortalidad del alma (Platón) sino la resurrección de los muertos. A su vez Tomás negará la pluralidad de formas de Ibn Gabirol (Avicebrón) y se opondrá a la doctrina del entendimiento agente separado de los averroístas.

Aunque el alma es más perfecta en el cuerpo (como forma sustancial suya), ambos elementos unidos son los que constituyen propiamente al hombre. El alma, sin embargo, no es para Tomás de Aquino una sustancia completa e independiente que lo mismo puede estar en este cuerpo que en aquél; ni depende del cuerpo para existir, pues sobrevive a la muerte de éste.

Aquí estribará la diferenciación ideológica con Aristóteles. Como él, para Tomás de Aquino el alma, en su sentido más amplio, es «el primer principio de las cosas vivas que se hallan entre nosotros». De ahí que todas las cosas vivas tengan «alma»: las plantas, los animales y los hombres. Es el «alma vegetativa» o principio vital de la planta la que hace que sus actividades de nutrición y reproducción sean posibles. Como el «alma sensitiva» en el animal la que le da a éste la capacidad de sentir y de otras múltiples actividades para las que las plantas no están capacitadas. En los seres humanos es el «alma racional» la que nos permite desarrollar las actividades de pensar y de elegir con libertad. Son las actividades desarrolladas por los seres vivos las que nos revelan la clase de alma que se da en ellos. Lo que no quiere decir que los seres superiores tengan los distintos modelos de almas inferiores: el animal la vegetativa y el hombre la vegetativa y la sensitiva además de la suya propia. El animal y el hombre sólo poseen una, la suya, por la que son capaces de desarrollar las actividades vitales que les correspondan; aunque en cierto sentido, virtualmentesegún la expresión lingüística, puede decirse que también las tienen.

Para Tomás de Aquino, como para todo creyente, el alma existe porque Dios la creó. No pensó, sin embargo, que ésta exista antes de su unión con el cuerpo, como lo hiciera San Agustín. Ni creyó que dependa del cuerpo para existir, aunque sí para adquirir sus características naturales particulares. Cada alma humana es creada por Dios después de haberse consumado el acto de la generación. Tomás de Aquino no especifica, como es lógico, cuándo tiene lugar ese acto creativo. Se limitará a decir de forma ambigua que el alma es infundida por Dios en el cuerpo engendrado por los hombres cuando la materia está apta para recibirla. Cada alma depende del cuerpo en la adquisición de sus características naturales particulares, a tal punto que las actividades psíquicas le vienen condicionadas por las fisiológicas.

Para Tomás de Aquino «es evidente que el estar unida el alma al cuerpo es un bien para el alma», a diferencia de otros pensadores para quienes más bien la unión habría que verla como castigo o fastidio. Llegó incluso a decir: «el estar sin el cuerpo es contra la naturaleza del alma. Y nada contra natural puede ser perpetuo. Luego el alma no estará separada del cuerpo perpetuamente. Por otra parte, como ella permanece perpetuamente, es preciso que de nuevo se una al cuerpo, que es resucitar (de entre los muertos). Luego la inmortalidad de las almas exige, al parecer, la futura resurrección de los cuerpos». No vaya a pensarse, por ello, que tal forma de pensar sirva a Tomás de Aquino de argumento probatorio de la resurrección corpórea; tema netamente teológico defendido sólo a partir de la revelación. En teología las razones filosóficas son siempre razones apologéticas añadidas a las premisas de fe.

En todo ello el pensamiento de Tomás de Aquino no va parejo con el de Aristóteles para quien la psyche humana es inseparable del cuerpo, al ser el principio de las funciones biológicas, sensitivas y de algunas de las mentales. En este tema, la doctrina de Tomás de Aquino es una combinación de la doctrina platónica de la inmortalidad con la concepción aristotélica del hombre.

Cuando Tomás de Aquino habla de la inmortalidad se está refiriendo, desde luego, a la inmortalidad personal; tema éste ampliamente debatido y controvertido en sus días a raíz de la lectura del Comentario de Averroes al libro tercero del De animade Aristóteles, para quien no habría una inmortalidad personal sino colectiva. O mejor, el entendimiento i`dividual de cada persona no es algo propio o personal de cada individuo, sino parte y partícipe de un intelecto inmortal y eterno que funciona en cada uno de nosotros pero que no nos hace se individualmente diversos. 5.2. El conocimiento.

Al responder a la cuestión de si la facultad más noble es el entendimiento o la voluntad, responde que es más perfecto poseer en uno mismo la perfección del objeto (entendimiento) que tender a él (voluntad).

Asimismo, en nombre de la autonomía humana rechaza la teoría de la iluminación agustiniana, como forma de conocimiento natural. No existe intuición directa de las realidades espirituales porque el objeto adecuado del conocimiento es lo sensible. El conocimiento empieza con la experiencia sensible de la sustancia. El problema será el problema de la abstracción, esto es, cómo se pasa de la singularidad de las percepciones a la universalidad de los conceptos.

El tránsito del conocimiento sensible al conocimiento intelectual lo explica en virtud de la abstracción. El conocer es captación inmaterial de las formas de los seres y se conoce más perfectamente cuanto más inmaterialmente se posee la forma del objeto conocido.

La abstracción es tanto la acción del entendimiento agente, que, iluminando las imágenes sensibles, produce la especie inteligible impresa, como la acción del entendimiento paciente, que conoce una esencia universal prescindiendo de los caracteres individuales, o conoce las formas prescindiendo de la materia o de las condiciones de la materia. Hay tres grados: en el primero se prescinde de sólo de la materia individual, en el segundo se prescinde de la materia sensible común, y en el tercero se prescinde de toda materia.

No hay conocimiento en el orden natural sin percepción sensible. Hay en el conocimiento humano un proceso psicofísico que se inicia a partir de la sensación. Tomás de Aquino, siguiendo en cierto modo a Aristóteles, postulará además de los sentidos externos o corporales la existencia de los «sentidos» interiores, por cuyo medio el hombre consigue una síntesis de los datos aportados por los diferentes sentidos externos. El conocimiento sensible es una cierta presencia de la forma sensible en el cognoscente; no se trata aquí de una forma semejante a la forma sensible que hay en el objeto sensible, sino de la misma forma, aunque en otro modo de existencia; a la forma sensible en ese otro modo de existencia la llama Tomás species sensibilis. Los objetos sensibles actúan sobre los sentidos por medio de las especies inmateriales que en éstos imprimen. Tales especies sensibles pueden hacerse inteligibles si las despojamos de los últimos residuos de su origen sensible. El sentido común (sensus communis) permite al hombre distinguir y confrontar los diversos datos aportados o captados por los distintos sentidos u órganos corporales; operación ésta que no es factible si no se da también un poder imaginativo de conservar las diversas formas percibidas por los sentidos. Tanto el animal como el hombre disponen de un poder o disposición para aprehender estos hechos (llamadavis aestimativa), como de otro para conservar tales aprehensiones (vis memorativa).

Sólo el entendimiento humano es capaz de formar conceptos universales, de aprehender abstrayendo de las cosas. Para Tomás de Aquino no hay universales que tengan existencia fuera del entendimiento. Los universales existen porque el hombre los crea o forma a través de una abstracción intelectiva. Sólo hay cosas, objetos, animales y hombres concretos. ¿Cuál es, sin embargo, el proceso seguido para formar tal concepto universal?

El entendimiento no sólo es paciente. Es necesario postular en él una actividad, a fin de poder explicar la formación del concepto universal a partir de los datos suministrados por la experiencia sensible. Estamos con ellos ante una nueva etapa en el proceso cognoscitivo. Partiendo de un texto ambiguo de Aristóteles (De anima, III,5), Tomás de Aquino nos va a decir que no es que haya en el hombre dos entendimientos: pasivo el uno y activo el otro, sino que el entendimiento humano actúa de dos modos diversos. El entendimiento agente Extrae las formas. La intelección consiste en que la forma misma de la cosa se hace presente en el alma, también en un modo de existencia distinto de su existencia física en la cosa, pero la misma forma, no una semejante; a la forma inteligible en su modo de existencia mental la llama Tomás species intelligibilis. El entendimiento agente como entendimiento agente o activo «ilumina» la imagen de los objetos aprehendidos por los sentidos, preparando el contenido realmente inteligible del pensamiento. Como el entendimiento humano no es una «inteligencia» separada, por eso no tiene «separadamente» contenido alguno; sólo tiene a facultad de producirlo a partir de las imágenes sensibles. El entendimiento agente no aporta contenido alguno. El contenido se saca de lo sensible, aunque mediante una operación en la que el contenido no sólo es seleccionado, sino que cambia de naturaleza. Por ello el mismo entendimiento agente no es nada «separado», sino algo del alma, y por lo tanto, no es «uno para todos los hombres». Decir que cada alma tiene su propio entendimiento agente es decir que, en la medida en que el alma es una sustancia espiritual, lo escada alma; por lo tanto, que cada alma tiene su entendimiento agente es una tesis necesaria para que pueda defenderse la inmortalidad de cada alma. El entendimiento agente es distinto en cada persona e individuo.

Una vez realizada esta operación iluminativa, a continuación se produce en el entendimiento pasivo o passibilis o posible lo que Tomás de Aquino llama laspecies impressa, reaccionando frente a ella y teniendo como resultado la species expressa o concepto universal en sentido pleno. Así como la sensación supone en el órgano sentiente una potencia capaz de acoger la species sensibilis como su acto, así también la intelección supone en el alma una potencia capaz de acoger laspecies intelligibilis como su acto. A la primera de las dos potencias mencionadas la llama Tomás «potencia sensitiva», a la segunda «entendimiento» (intellectus) paciente». Por su especial unión al cuerpo, el alma no puede conocer lo inteligibleen sí mismo, sino sólo conocer intelectualmente cosas o, lo que es lo mismo, hacer presente en sí misma la inteligibilidad que hay en la presencia misma de las cosas. Por ello, la intelección sólo puede tener lugar si, además del «entendimiento paciente», hay en el alma algo que de las «imágenes sensibles» (phantasmata) «produce» (abstrae; abstrahere=sacar algo de algo) lo inteligible; la «abstracción» no es una mera selección, sino una «producción», pero una producción a partir delas imágenes sensibles; al agente de esa producción lo llama Tomás «entendimiento agente»; lo así producido es lo que el «entendimiento paciente» acoge como su propio acto. El conocimiento intelectual es propiamente este acto de la potencia que es el entendimiento paciente y puede considerarse en dos etapas, de las cuales una es «anterior» a la otra en el exclusivo sentido de que una determina la otra: por una parte la «forma» de la cosa se «imprime» en el entendimiento que la acoge, y en tal sentido esa forma se llama species impressa; por otra parte, este acto de la potencia intelectiva, además de ser presencia «impresa» de la cosa misma, es el acto del propio entendimiento (paciente), su acto propio, puesto que el entendimiento es potencia para ese acto; como tal, ya no es la forma de la cosa, sino la referencia a (intentio) lo conocido, referencia que tiene lugar en el entendimiento; en este sentido es la species expressa o el verbum mentis.

Lo más paradójico es que el alma antes de conocer el ente singular, conoce su esencia universal, es decir, que, aunque la experiencia sensible de la sustancia es anterior a la formación del concepto, lo que conoce primariamente es el concepto, y sólo después la sustancia singular.

 La teoría ética y política.

El hombre no se realiza plenamente bajo el exclusivo prisma de su vida en sociedad sino que está final y fundamentalmente ordenado al sumo bien que ds Dios, en cuyo conocimiento, con el amor y fruición consiguientes, encontrará la plena perfección y felicidad. Corrige, pues, a Aristóteles, aunque la concepción tomista es más teológica que filosófica.

Al mismo tiempo que corrige a Aristóteles, se enfrenta a san Buenaventura; éste interpretaba la beatitud en cuanto estado definitivo del hombre, no como visión o conocimiento sino como unión de voluntades. La diferencia se comprende como el resultado de la opción de Tomás de Aquino por la prioridad y superioridad del entendimiento frente a la opción franciscana por la superioridad de la voluntad.

Para la consecución de ese fin último humano, el hombre debe ordenar su actividad según la Ley Natural o ley divina impresa en su ser por el Creador, y que la razón humana descubre en sí mismo. Todos los seres humanos apetecen el bien; el bien es captado naturalmente por la razón humana, y en función de dicho bien se ordena naturalmente también el comportamiento humano.

También la vida en sociedad la presenta Tomás de Aquino como resultado de una inclinación natural. Pero no puede aceptar tampoco el aristotelismo en su integridad. Desde la base teológica y cristiana de Tomás, el Estado no satisface todas las necesidades del hombre, al estar el hombre finalmente orddnado a un fin o bien sobrenatural.

El hombre como ser social (animal político) de Aristóteles, que se realizaba plenamente dentro de la sociedad-estado(polis) griega, queda abierto en Tomás de Aquino a una nueva dimensión perfectiva en virtud de su ordenación sobrenatural a Dios. La confusión griega entre sociedad y Estado comienza a ser superada, y en el futuro se encaminará hacia la clara diferenciación conceptual entre Estado y Sociedad Civil.

La concepción de Tomás, en sus líneas generales, no es exclusiva de él o de la escolástica cristiana. También concibieron la felicidad en relación con Dios los pensadores judíos y árabes. Como la sociedad medieval era una sociedad religiosa dentro de un Estado gobernado a su vez por la ley divina, todos admiten la superioridad del bien del Estado sobre el del individuo; pero como ese bien es Dios que se ha revelado en forma de ley, esa idea de bien, que en Aristóteles era un concepto filosófico, es transformada por los medievales en un valor religioso.

A pesar de la ordenación del hombre a fines sobrenaturales, Tomás defiende la necesidad de la sociedad y de alguien que la dirija al bien común.

Para la consecución del bien común, el Estado necesita dar leyes. Y nuevamente encontramos la categoría de orden, no sólo porque la ley la define como «una ordenación de la razón para el bien común promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad» (Summa Theologica, Iª-IIª, q.90, art.4); sino también porque entre las leyes formula una ordenación jerárquica. La función del legislador humano, al formular la ley humana positiva, es definir o hacer explícita la ley natural, aplicarla a los casos particulares y hacerla efectiva. Sin olvidar que la ley natural es, a su vez, expresión de la ley eterna. Por consiguiente, la ley humana positiva sólo será verdadera en cuanto que deriva de la ley natural, «pero si disiente en algo de la ley natural, no será una ley, sino la perversión de la ley» (Summa Theologica, Iª-IIª, q.95, art.2).

Sigue a Aristóteles al referirse a las distintas formas de gobierno, y da más importanc!a a la consecución del bien público que a la defensa de una forma concreta de gobierno. De cualquier manera su concepción política es acorde con su concepción jerárquica de la sociedad y con su visión teológica de la ordenación de las cosas a Dios, supremo Señor y gobernante, causa primera y causa final.

 La ética.

La creencia en Dios conlleva implícitamente la creencia en la inmortalidad del alma, y ésta a su vez el postulado de una moral sobrenatural.

Tal vez sea en la filosofía moral donde el influjo de Aristóteles se haya dejado sentir más, a la vez que la doctrina tomista haya sido más decisiva en el cambio de mentalidad. Aunque el Comentario de Tomás de Aquino a la Etica a Nicómaco. es, ante todo, eso: un comentario al texto de Aristóteles, su lectura le llevó por primera vez en la historia del pensamiento a incorporar grosso modo la moral griega (en este caso de Aristóteles), a la moral cristiana, lo que trajo consigo un cambio radical en el enfoque de ésta última.

Abelardo había dado ya el gran giro al introducir en la moral cristiana la intención (intentio) como pieza clave y constitutiva de la moralidad. No es la ley el precepto establecido, lo que hace que los actos humanos sean buenos o malos, sino la voluntad del hombre quien da sentido a la acción realizada y hace que ésta sea moral. La moralidad no viene impuesta por la norma externa sino por el propio hombre que la establece. Al hablar así hizo que cambiasen los códigos. De una moral legal y casuística, tarifada `e pasó a una moral personal que necesitó orientación y consejo.

Tomás de Aquino vendrá a dar un paso más al incorporar la moral aristotélica, de tipo natural, a la moral cristiana de tipo sobrenatural. La clave de la moralidad radica para él en la libertad. El hombre es el único animal moral, porque es el único ser dotado de libertad. En su perspectiva son imprescindibles tres requisitos para que la acción del hombre pueda ser moral: 1º la existencia de un código que establezca una norma de conducta a seguir; 2º que el hombre sepa y conozca la norma, y 3º que pueda decidir con libertad.

La política.

El hombre es un ser social y cívico que tiene que hacer su vida conviviendo con los demás. «Corresponde a la naturaleza del hombre el ser un ser social y político, que no vive aislado sino que vive en medio de sus semejantes formando una comunidad; tanto es así que la misma necesidad natural que afecta al hombre, nos revela que precisa vivir en sociedad, mucho más de lo que precisan vivir juntos muchos otros animales». Es en la sociedad en donde el hombre puede ver satisfechas sus necesidades tanto físicas como espirituales. Sólo en ella puede el hombre alcanzar su pleno desarrollo.

Pero toda sociedad necesita gobierno y dirección. A diferencia de San Agustín, para quien el Estado y la autoridad política son necesarios como resultado del pecado original, para Tomás de Aquino, aristotélico al fin y al cabo, el vivir en sociedad y gobernados, es algo natural e inherente en los hombres. «El hombre es por naturaleza un animal social. Por ello, en estado de inocencia (si no hubiera habido pecado) los hombres habrían vivido igualmente en sociedad. Pero la vida social para muchos no podría existir si no hubiera alguien que los presidiera y atendiera al bien común». El gobierno es, por tanto, una institución natural, lo mismo que la sociedad, y por lo mismo, algo querido por Dios.

El agustinismo político, al concebir la sociedad como una triste consecuencia del pecado, había marcado una subordinación del Estado a la Iglesia. Tomás de Aquino, aunque súbdito de una sociedad teocrática percibió por el contrario con nitidez que el Estado existió con anterioridad a la Iglesia; y por tanto, que como institución natural, coexiste con ella, cumpliendo su propia función. «Para establecer que la comunidad pública viva como es debido, se requieren tres cosas: en primer lugar que los ciudadanos una vez congregados vivan en paz. En segundo lugar que los mismos ciudadanos unidos por el vínculo de la paz, sean conducidos a obrar bien…En tercer lugar se requiere que la comunidad pública goce, por arte y maña del gobierno, de cosas que son necesarias para vivir bien».

El gobierno debe existir para conservar la paz, defender a los ciudadanos y promover su bienestar. La tarea del Estado no es otra que fomentar en la sociedad una vida humana plena. Para ello necesita de mecanismos particulares, y en concreto del poder legislativo, cuya función no es otra que promover el bien común. La legislación debe ser compatible con la ley moral. «Toda ley humana tendrá carácter de ley en la medida en que se derive de la ley de la naturaleza; y si se aparta un punto de la ley natural, ya no será ley, sino corrupción de la ley». Tomás de Aquino exigirá de los gobernantes cristianos, para quienes escribe al fin y al cabo, que respeten la ley divina positiva, interpretada por la Iglesia. Las leyes justas son obligatorias en conciencia; no así las otras. Toda ley no encaminada al bien común es injusta y por lo mismo no obliga en conciencia. «Nunca es lícito observar las leyes» que contravengan la ley divina natural.

San Agustín

FILOSOFÍA Y RELIGIÓN – AGUSTÍN DE HIPONA

EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

La fe da lugar a la religión y la razón a la filosofía, y, en tanto que la fe y la razón tienen su origen en Dios, no puede haber oposición entre ambas. La fe es una gracia de Dios y, junto con la Sagrada Escritura, forma la palabra divina, infalible e invariable; la fe no es algo irracional, guía la investigación y protege frente al error. Por su parte, la razón y la filosofía (la palabra humana), aunque limitadas y frágiles, son buenas porque pueden favorecer a la religión: permiten la comprensión intelectual, aunque imperfecta, de verdades religiosas, ayudan a refutar las herejías y a convencer a los que dudan. Fe y razón se complementan: “creo para entender y entiendo para creer”, dice San Agustín.

Puesto que en el hombre encontramos una sustancia material y otra espiritual, habrá también dos tipos de conocimiento, el sensitivo y el intelectual. San Agustín no rechaza completamente el valor de los sentidos (conocimiento sensitivo) pues nos informan de las cosas sensibles, incluido nuestro propio cuerpo, y son necesarios para la vida práctica. La sensación es común a los animales y al hombre, pero nosotros disponemos además de la razón, con la que podemos alcanzar un conocimiento más elevado de la realidad (conocimiento inteligible). Mediante la razón inferior conocemos el mundo sensible, temporal y cambiante, y resolvemos las necesidades prácticas de la vida; y gracias a la razón superior podemos alcanzar las esencias, lo inmutable, necesario y eterno como los objetos matemáticos (el mundo inteligible), e incluso a Dios, dando lugar a verdades eternas, inmutables y comunes a todos.

San Agustín combatió el escepticismo y creyó posible la certeza de verdades como el principio de contradicción, o de la existencia de las propias sensaciones de las cosas; más aún, de un modo muy parecido a Descartes, mostró también la existencia de verdades indubitables a partir de los hechos de conciencia: podemos dudar de lo exterior, de las cosas, pero no de que vivimos y de que nos acordamos, entendemos y queremos, hechos de nuestra alma que encontramos cuando miramos en nuestro interior. En cuanto al conocimiento objetivo, referido al mundo inteligible, sus verdades no dependen del mundo sensible ni tampoco de la mente humana; nuestra mente tiene que aceptarlas y reconocer que poseen una validez absolutas, independiente del sujeto que las considera. La verdad es una y la misma para todas las personas, y es inmutable y eterna; pero dado que nuestra razón es limitada, temporal y finita, pensó San Agustín, es necesario el auxilio de algo que también sea eterno e inmutable: Dios. Las ideas ejemplares y las verdades eternas están en Dios. Para captar las verdades eternas, universales y necesarias nuestra inteligencia, nuestra alma, tiene que ser iluminada por Dios (teoría de la iluminación).

EL PROBLEMA DE DIOS

El argumento principal de San Agustín para probar la existencia de Dios parte de las “verdades eternas”: en el interior de nuestra alma encontramos verdades universales, inmutables y necesarias, como los primeros principios de la razón, a las que nos tenemos que someter y presentes en todos los hombres. Su fundamento no pueden ser las cosas físicas, realidades contingentes, cambiantes y mortales, pero tampoco nuestra alma, que también cambia; estas verdades nos trascienden, luego debe existir algún ser que posea sus características y sea su fundamento: Dios. Dado que es tan superior y distinto de las cosas finitas, no podemos conocerlo con total fidelidad, pero sí cabe una cierta comprensión de su ser. Defiende San Agustín, la Trinidad de Dios: Dios es Padre, Hijo (Verbo) y Espíritu (Amor), tres personas en una misma y sola naturaleza divina. Dios es el principio y fuente de todos los seres, la realidad plena, inmutable, infinita, única, simple, eterna y perfecta; es el Bien, la Verdad, la Belleza y el Ser. Las cosas temporales cambian, no posen completamente el ser, por lo que no se han creado a sí mismas, y necesitan de un ser radicalmente distinto para existir, Dios; estas entidades forman el mundo finito, en el que encontramos substancias espirituales y substancias materiales, y todas ellas, incluidos los ángeles, han sido creadas por Dios libremente y desde la nada. Dios crea el mundo desde la eternidad y en ese acto crea también el espacio y el tiempo. Dios creó la materia informe y caótica en la que depositó todos los gérmenes de las cosas, o razones seminales, de los que a lo largo del tiempo irán formándose todos los seres. Utilizó unos modelos o arquetipos para crear las substancias finitas (doctrina del ejemplarismo), las ideas, que existen en Su mente o inteligencia, y que son como las esencias de todas las cosas, eternas, inmutables y fundamento de todo conocimiento perfecto. Dios gobierna y administra todas las cosas del mundo, y las dirige a los fines que les convienen para su perfección.

EL PROBLEMA DEL HOMBRE

De todas las sustancias finitas, las más perfectas son los ángeles; después viene el hombre, compuesto de alma y cuerpo. Su concepción del hombre se incluye en la tradición platónica al defender un claro dualismo antropológico: el hombre consta de dos substancias distintas, cada una de ellas completa e independiente, el alma y el cuerpo, siendo la primera superior en dignidad y ser al segundo. Pero, a diferencia de Platón, no entiende San Agustín que el alma esté unida al cuerpo como consecuencia de un castigo ni que el cuerpo sea su prisión. El alma humana, como la de los animales, anima al cuerpo, está unida a él por una inclinación natural y está presente en cada parte del cuerpo. El alma vivifica el cuerpo, y produce la vida vegetativa, la sensitiva y la intelectiva. El alma humana es una substancia espiritual, inmaterial, simple, lo que asegura su inmortalidad, de la que San Agustín ofrece varios argumentos; por su perfección, el destino más propio del alma es Dios. El alma humana no es una parte de Dios, pero sí su imagen, y con sus tres facultades principales, memoria, inteligencia y voluntad, también de la Trinidad. Dios se refleja de alguna manera en todos los seres, pero de forma especial su imagen está en nuestra alma, en lo más profundo de nuestro ser, por lo que el hombre puede elevarse al conocimiento y cercanía de Dios descubriendo y contemplando dicha huella divina. Para San Agustín está muy claro que el alma ha sido creada por Dios, pero no el tiempo y modo de dicha creación. Rechaza la tesis platónica de la preexistencia del alma, pero duda entre el traducianismo (transmisión del alma de padres a hijos a partir de Adán, y que mejor explica el dogma del pecado original) y el creacionismo (el alma creada en cada caso desde la nada).

EL PROBLEMA DE LA MORAL

Para San Agustín el fin último de toda la conducta humana y Bien Supremo es la felicidad, que no se puede alcanzar con los bienes exteriores finitos, ni perfeccionando nuestra mente, y sí en la vida beatífica, en la presencia de nuestra alma ante Dios. Para satisfacer esta vocación sobrenatural se necesita del esfuerzo humano y de la gracia de Dios. La vida buena consistirá precisamente en buscar a Dios, y hacerlo con todas las capacidades de nuestro ser, el corazón, el alma y la mente. Naturalmente, dirá San Agustín, este amor a Dios se extenderá también al prójimo. El bien y el ser coinciden, y, dado que Dios es la plenitud del ser, es también la plenitud del bien o bien absoluto. En sentido estricto el mal no existe, es una ausencia de un determinado bien, una privación; incluso la destrucción y muerte de los seres finitos (mal natural) es en cierto modo un bien pues permite la aparición de nuevas cosas. Por su parte, el mal moral corresponde a los actos humanos, actos que dependen de nuestra razón y voluntad, y en esa medida de nuestra libertad. Mediante nuestra voluntad podemos acercarnos a Dios y alcanzar la bienaventuranza, pero también podemos elegir el mal. Además, hay en nosotros una tendencia o facilidad para el mal, consecuencia del pecado original: por este pecado el cuerpo, y los deseos sensibles e ignorancia que provoca en nuestra alma, nos impide atender al auténtico bien (Dios), y nos lleva a elegir bienes inferiores como los materiales o a nosotros mismos.

Dios nos ha dado la facultad de captar las leyes eternas de la moralidad, que están impresas en el corazón de todo hombre. Dichas leyes no son arbitrarias pues son expresión de la eternidad de Dios; esta capacidad es necesaria para acercarnos a Dios, como también nuestro esfuerzo y elección libre del Bien, pero no es suficiente, principalmente por la fuerza del pecado original; necesitamos también del perfeccionamiento de nuestras facultades mediante la gracia de Dios, que disfrutamos mediante los sacramentos, y de la orientación de la Iglesia. La voluntad busca necesariamente la felicidad, pero es libre de elegir los medios para este propósito, pudiendo acercarse a Dios o elegir los bienes imperfectos del mundo sensible. Mediante la gracia, el albedrío o voluntad puede dirigirse hacia el Bien Supremo y es realmente libre. La posesión plena de Dios en la vida futura constituye, según San Agustín, la suprema felicidad y el destino final del hombre; en la vida presente, nuestra felicidad consistirá en la unión con Dios por medio de su conocimiento, de la virtud y de la práctica cristiana.

Podemos dividir a los seres humanos, nos dice San Agustín, en dos grupos: los que aman a Dios, se someten a su Palabra y buscan la paz eterna, y los que quieren los bienes materiales y temporales y se prefieren a sí mismos antes que a Él. Aunque estos grupos están mezclados desde el principio de la historia, en cierto modo pertenecen a dos pueblos o ciudades distintas: los primeros al territorio místico de la Ciudad de Dios (Jerusalén), y los segundos a la Ciudad temporal o terrena (Babilonia). San Agustín cree que desde el principio del mundo están enfrentadas, pero con el juicio final se separarán definitivamente. Esta división corresponde a la división entre el Estado pagano (“Ciudad de Babilonia”) y la Iglesia (“Ciudad de Jerusalén”), y expresa la primacía que debería tener ésta sobre el Estado.