HANNAH ARENDT

  1. Introducción

A la hora de estudiar el pensamiento de Hannah Arendt una de las características que aparecen es la dificultad para catalogarlo en alguna corriente de pensamiento definida que facilite la aproximación, catalogación de la que la propia autora rehuye:  “yo sólo quiero comprender” afirma.  Lo que sí es fácil es ver cual es el tema central de toda la obra arendtiana, el tema en torno al cual pivota el resto de la obra:  la política, pero no en abstracto, sino siempre actualizada en un tiempo determinado y, sobre todo, en el que a ella le ha tocado vivir.  Así, serán puntos básicos de su pensamiento temas como el totalitarismo, las revoluciones y la acción, entendida como actividad política.  Con ello se entenderá porqué ella rehuye el calificativo de filósofa y sólo acepta el de teórica política.  En una entrevista que le hizo Günter Gaus en 1964 para la televisión, afirmó:  “Yo no pertenezco al círculo de los filósofos, mi profesión, si puede hablarse de algo así, es la teoría política.  No me siento en modo alguno una filósofa” .  Y, a pesar de no ser fácilmente encasillable, no se puede negar la influencia de la fenomenología como método de pensamiento y, en concreto, el pensamiento de su maestro Heidegger en ideas como la centralidad del lenguaje o la acción como revelación del sujeto.   Tampoco se puede negar que ilumina su pensamiento la concepción aristotélica de la vida en la polis griega;  para Arendt, la acción política es la actividad humana definitoria y la más excelsa y reivindicable también en el mundo contemporáneo, idea ésta que la aproxima al republicanismo actual.

Una vez introducido el tema central y las perspectivas desde el que lo ilumina, hay que afirmar que hay dos maneras de estudiar el pensamiento arendtiano:  la primera, realizar un análisis de las  obras de la autora a lo largo de su vida presentando las ideas que en cada una se exponen, y la segunda,  intentar obviar el orden del tiempo para averiguar la trama -ahora ya no temporal- que une sus ideas y sus intereses, qué hay en el fondo de su pensamiento que haga de éste algo coherente, sin forzarlo, aceptando que, tal vez, no siempre lo es.  Es por esta segunda forma por la  que aquí se ha optado.

  1. ¿Qué es la política?

2.1  Las dimensiones de la actividad humana.

El tema central del pensamiento arendtiano es la política;  en torno a este tema gira el resto de sus preocupaciones, el resto de los temas que estudia.  Y para pensar qué es la política Arendt analiza  las condiciones básicas bajo las que se ha dado la vida de las personas en la tierra y  diferencia entre vida contemplativa (bios teroretikos, de la que se hablará más adelante) y vida activa (bios politicos).  En la vida activa hay tres actividades fundamentales: la labor, el trabajo y la acción, que responden a las tres condiciones fundamentales de la vida humana en la tierra: vida, mundanidad y pluralidad;  esto es, la condición humana de la labor es la vida, la del trabajo es la mundanidad y la de la acción es la pluralidad.  Como se verá, Arendt está presentando la tres actividades como una gradación que va desde la pura vida biológica misma, hasta la emancipación de esa ligazón biológica que representaría el proceso de cultu-rización, de civilización.

La primera actividad  fundamental de la vida activa, la labor  (labor, en el inglés americano actual) es aquello que  nos acerca a lo biológico y a la mera faena de vivir, sobrevivir y ganar el sustento; se refiera a las actividades necesarias para sostener la vida, pero que no perduran, es decir, que se agotan en el momento en que son realizadas y consumidas:  “labor es la actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano, cuyo espontáneo crecimiento, metabolismo y decadencia final están ligados a las necesidades vitales producidas y alimentadas por la labor en el proceso de la vida.  La condición humana de la  labor es la vida misma” (Arendt, 1993, p.21);    por ello se ve que es una dimensión ligada a la necesidad, al ciclo de repetición -laborar, consumir, laborar … – de la naturaleza, al mantener vivo el organismo humano y la especie;  si aumentase la cantidad de productos de labor producidos, no se agotaría la cíclica necesidad, sólo se ocultaría;  al ser esta actividad ligada a la necesidad, no deja lugar a la libertad.  El animal laborans u homo laborans (el que realiza la labor) puede laborar en grupo  sin establecer una realidad visible (que se muestre, que aparezca) que sea diferente  para cada miembro del grupo (como si el grupo fuese uno  y no muchos),  por lo que esta dimensión produce uniformidad (veremos más adelante que sólo lo que se muestra, lo que aparece, es entendido como real y por ello la importancia de lo que se muestra y cómo el hombre aparece).  En la Grecia clásica, esta labor era concebida como mera necesidad que debía ser satisfecha para poder permitir el desarrollo de actividades propiamente humanas (las expondremos más adelante), y era realizada por personas privadas, privadas de la participación en la vida pública, luego -como veremos- de su plena humanidad;  eran realizadas por las mujeres y los esclavos en la privacidad del hogar.  Por tanto, como actividad creada por las necesidades humanas, no permite la libertad, ni nos permite determinarnos  como individuos humanos.

La segunda actividad de la vida activa, el trabajo o la obra  (work) es aquella actividad que produce obras y resultados; incluiría la construcción, la artesanía, el buen oficio, el arte y, en general, los artificios.  Se refiere a  actividades tales como la fabricación de instrumentos de la labor o  de los objetos de uso o de las obras de arte (incluso la realización de las obras de caridad).  Con esta actividad el homo faber -el hombre que trabaja- se distancia de la naturaleza para controlarla, para dominarla.  Con el trabajo construimos el mundo independiente de objetos a partir de la naturaleza, la pura variedad de las cosas que constituyen el mundo en el que vivimos, y este mundo de cosas así fabricado deviene ahora hogar, estable, no algo meramente biológico. El trabajo “es la actividad que corresponde a lo no natural de la exigencia del hombre, que no está inmerso en el constantemente repetido ciclo vital de la especie, ni cuya mortalidad queda compensada por dicho ciclo.  El trabajo proporciona un “artificial” mundo de cosas, claramente distintas de todas las circunstancias naturales.  Dentro de sus límites se alberga cada una de las vidas individuales, mientras que este mundo sobrevive y trasciende a todas ellas.  La condición humana del trabajo es la mundanidad.” (Arendt, 1993, p.21).  Se diferencia del mero ciclo repetitivo de la labor (labor-consumo) en que el trabajo consigue obtener objetos que duran más allá del puro ciclo animal, en tanto que son duraderos, siendo pues el resultado del trabajo algo productivo y hecho para ser usado, no para ser consumido.  Con esos objetos trabajados , el hombre alcanza ya la objetividad.

El homo faber  se guía por la finalidad de lo fabricado;  así, podemos distinguir entre la fabricación como un  medio para obtener algo, y el uso, el fin para el que ha sido fabricado.  En eso también se diferencia de la labor, pues el trabajo implica ya proyección, aquélla, mero proceso.  Mas la importancia de la diferencia entre labor y trabajo la veremos cuando analicemos la modernidad como la época en la que ha triunfado la labor sobre el trabajo y sobre la acción.  Para Arendt, el mismo Marx no vio la importancia de diferenciar las dos actividades, sino que consideró la labor como lo más significativo de la vida humana (el hombre marxista deviene hombre trabajando, laborando), olvidándose de considerar la acción política, la última y más importante de las actividades humanas como la esencial al hombre, por lo que el pensamiento marxista acabará -a ojos de nuestra autora- guiándose por  una racionalidad instrumental que le llevará a ver la política sólo como violencia y dominación del hombre por el hombre.

Ha afirmado nuestra autora en la cita que la condición humana del trabajo es la mundanidad, pues el trabajo crea, construye el mundo.  A través del trabajo el mundo humano adquiere estabilidad y durabilidad, se prolonga más allá de la mera vida individual, pues el mundo creado por el trabajo incluye además de los artefactos y las obras, las instituciones políticas creadas a través de la actividad humana más elevada de la acción  política y del discurso que ahora presentaremos.    Este mundo estable es compartido por otras personas y es el requisito previo para que pueda darse la acción.  Queda manifiesto que al distinguir trabajo y acción, Arendt está recuperando la distinción aristotélica entre praxis y poiesis.

Así, la tercera  y más elevada de las  actividades  de la condición humana es la acción, la actividad que se da en el espacio  artificial creado por el trabajo y por la que los humanos hablan y deci-den sobre lo que quieren hacer;  es la “única acción que se da entre los hombres sin la condición de cosas o materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de que los hombres, no el Hombre, vivan en la Tierra y habiten en el mundo” (Arendt, 1993, p.21).  La acción humana así entendida como interacción, como acción que se produce y se manifiesta entre otros, incluye el lenguaje, mostrándose aquí una clara influencia de la concepción aristotélica del hombre.  Acción y discurso van ligados, pues al hablar, al contestar a la pregunta inicial: “Y tú ¿quién eres?” el actor y hablante comparte con otros el mundo, cambia el mundo y a sí mismo,  al revelar más de lo que antes de actuar sabía acerca de su propia identidad.

2.2  La acción y la política.

La acción es la actividad que nos conduce ya al individuo pues en la acción  los humanos nos constituimos en lo que somos cada uno diferente del otro.  Ello permite que aparezca la pluralidad, pues si todos los hombres fuesen iguales no se necesitaría el discurso, sino que nos bastarían los meros sonidos o signos para transmitir unas necesidades que, como procedentes de sujetos iguales, serían idénticas. “La acción sería un lujo innecesario, una caprichosa interferencia en las leyes  generales de la conducta, si los hombres fueran de manera interminable repeticiones reproducibles del mismo modelo, cuya naturaleza o esencia fuera la misma para todos  tan predecible como la naturaleza o esencia de cualquier otra cosa.  La pluralidad es la condición de la acción humana debido a que todos somos lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá” (Arendt, 1993, pp.21-22).   Esa pluralidad es la que nos hace apercibirnos de la diferencia con los otros, de la distinción entre unos y otros.  Como distinción respecto del otro, permite que se aparezca lo que cada uno somos, la diferencia entre el actuante y el otro, esto es, la identidad.  Para nuestra autora, como puede verse, no existe una naturaleza humana previa o determinada de alguna manera de antemano, sólo podemos hablar de “condición humana”: el estar-en-el-mundo no agota lo que somos; las condiciones de la existencia humana no explican qué somos o quiénes somos. Sólo con la acción nace, no “algo”, sino “alguien”.Así pues, mediante la acción lo privado se hace público, se revela, y con ello entra en el mundo: “Con palabra y acto nos insertamos en el mundo humano, y esta inserción es como un segundo nacimiento [ … al que…] no nos obliga la necesidad, como lo hace la labor, ni nos impulsa la utilidad como es el caso del trabajo”  (Arendt, 1993, p.201).  Y es un segundo nacimiento porque con ello se inicia alguien;  esto es, con el acto comunicativo revelamos no el “qué” sino el “quién”:  “Mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única  y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano, mientras que su identidad física se presenta bajo la forma única del cuerpo y el sonido de la voz, sin necesidad de ninguna actividad propia. El descubrimiento de “quién” en contradistinción al “qué” es alguien -sus cualidades, dotes, talento y defectos que exhibe u oculta- está implícito en todo lo que ese alguien dice y hace” (Arendt, 1993, p.203).  Al actuar y hablar las personas muestran “quién” son (el “qué” son viene revelado por el puro hecho biológico de que puedan hablar), apareciendo con ello en el mundo.

Por ello, el fin de la acción es revelarse , lo fundamental y distintivo de la acción es su función expresiva, y no instrumental. La acción es energeia, “acto” que tiene comienzo pero que carece de fin que no sea ella misma, que no sea su realización (veremos más adelante qué consecuencias se pueden extraer de esa ausencia de fin -en el sentido de acabamiento-).  En eso se diferencia de la labor (cuyo movimiento circular -el de la vida misma- carece de principio y de fin) y del trabajo (que siempre tiene un comienzo y un fin, y se lleva a cabo en función de la relación medio-fin).  Nótese de nuevo que ese revelarse de la acción no se hace sino entre otros (la acción, sin otros, en solitario pierde su finalidad).  Con ello se ve el triple registro que tiene la acción: lo revelado, el revelarse y aquellos a quien se revela.

Arendt introduce aquí la categoría de natalidad como inicio, aparecer, entrar a formar parte de un mundo ya existente y hacerse visible a los otros, entrar a formar parte de un mundo común.  Aparecemos cuando somos vistos y oídos por otros, y eso nos asegura, no solo la realidad del mundo, sino la de nosotros mismos. Frente a la presencia más tradicional de la muerte -a la que la filosofía  en general y la heideggeriana en particular ha dado tanta importancia- lo prioritario para nuestra autora es el nacimiento;  a partir de ahí podremos llegar a ser quienes somos.   Si mediante la acción y el discurso, cada hombre se revela y  aparece el “quién” (nunca el “qué”, pues no es un objeto), esa acción constituye la distinción entre los diferentes hombres, los constituye en singulares y únicos, diferentes de los otros “quiénes”, que,  por ello mismo, en tanto que otros “quiénes” iguales, evidencian la igualdad entre los humanos; de nuevo, el concepto arendtiano de pluralidad, ahora para conducirnos al concepto de igualdad:  la pluralidad de la acción es la que evidencia la igualdad.   Por tanto la igualdad entendida como igualdad política, es algo artificial construido y obtenido en este campo, es decir, no es una igualdad natural como la que puedan tener dos ardillas entre sí, sino una igualdad construida -artificialmente- en la vida política.  El grupo de hombres, iguales y diferentes, que actúan en función de sus propios intereses, diferenciándose y adquiriendo con ello una identidad propia, no solamente coexiste, sino que convive, y es con esa convivencia con la que se forma -como vimos- el espacio público que es el ámbito de la política.

Por ello la política, producto de la praxis y del discurso, es lo más propiamente humano de la condición humana y la actividad más digna de la vita activa.   La acción está así unida a los otros,  a la pluralidad;  por lo tanto la acción precisa de la presencia y de la participación de los otros.   El hombre solo es a-político;  es la acción lo que genera la política y la acción es siempre entre-los-hombres. Y es que, como agentes, somos perceptores a la vez que objetos percibidos, formamos parte de un contexto en el que nos exhibimos como en un escenario.  Todo esto nos muestra que  la acción es particularmente política -no lo era ni la labor ni el trabajo- en la medida en que es interacción pública de seres libres que, con ella, elaboran conjuntamente  la vida común;  pero la acción sólo es política -decíamos- si va acompañada de la palabra, del discurso, pues sólo mediante la palabra podemos comprender cómo es realmente el mundo -que es lo que está entre nosotros, lo que nos separa y nos une-.  La capacidad del discurso permite, por un lado, la creación de la poesía, de la historia, de la mitología, etc., que perpetúan la actividad efímera del hombre, pero, por otro lado, permite la acción política del gobierno y crea la política.

2.3   La acción y la libertad.

La acción se diferencia de la labor y del trabajo por ser el ámbito de la libertad;  para nuestra autora,  la acción humana es libre, imprevisible, nada la determina;  de hecho, los hombres son libres cuando actúan, ni antes ni después, porque ser libre y actuar es lo mismo:  la expresión de la libertad es la acción política.  Mediante la acción el hombre aparece, se muestra.  Como hemos apuntado, para Arendt no existe una esencia previa, el estar-en-el-mundo es lo inicial, lo primero (las intencionalidades subjetivas son posteriores a ese estar-en-el-mundo) luego nada nos determina al obrar.  La acción humana es impredecible, nunca puede saberse cómo continuará ni como acabará.  Además y por lo mismo, toda acción tiene un final impredecible, siempre alcanza más lejos y pone en relación y  en movimiento más de lo que el agente podía prever.  Es impredecible, ilimitada en sus efectos e irreversible (a diferencia de los productos del trabajo); pero también los humanos con la acción, podemos interrumpir los procesos naturales, sociales e históricos, puesto que la acción hace aparecer lo inédito.  La natalidad al introducir algo nuevo en el tiempo de la naturaleza y en el tiempo de la vida cotidiana, nos permite romper con el pasado.  Y eso será importante cuando el pasado sea algo tan difícil de asumir como ocurre en el presente en el que a Arendt le ha tocado vivir.  Actuar es inaugurar, hacer aparecer por primera vez en público, añadir algo propio al mundo, y por eso el mundo es pluralidad : “ Mientras que todos los aspectos de la condición humana están de algún modo relacionados con la política, esta pluralidad es específicamente la condición (…) de toda vida política”    (Arendt, 1993, pp.21-22)

Se ha dicho que cuando actúa, el agente aparece, se muestra y con ello se inicia en lo público, es decir, en  lo que es común a todos y diferente de lo que cada uno ocupa privadamente.  “Público” tiene dos sentidos no desligados:  el primero, aquello que, apareciendo, puede ser visto y oído por todo el mundo y tiene publicidad, por lo que es real lo que se muestra, la apariencia constituye la realidad (como para Heidegger, ser y aparecer coinciden);  nótese que las pasiones y los pensamientos o las percepciones  de los sentidos orgánicos, o el dolor mismo, son íntimos y privados y sólo salen de su oscura existencia cuando se transforman en algo publicable, habitualmente nombrable a través del lenguaje;  de hecho, el que haya otros que dicen ver lo que vemos y oír lo que oímos nos asegura la realidad del mundo y de nosotros mismos.  El segundo sentido de “público”  se refiere al mundo como común a todos, distinto de la Tierra o naturaleza como condición de la vida orgánica;  el mundo hecho por el hombre, con sus objetos fabricados y con los asuntos que afectan a quienes en él viven, y donde nosotros nos hallamos y nos diferenciamos y relacionamos con los otros.  Al actuar, aparecemos en ese mundo común:  yo aparezco ante los otros como los otros aparecen ante mí.

Como se está viendo,  para cada actividad hay un espacio propio, el privado es el hogar y la familia donde se realiza la labor propia del ciclo vital de las necesidades, y las relaciones que allí  se establecen son de violencia pues eso es lo que  nos permite dominar la necesidad.  No hay ahí, pues, ni libertad ni igualdad, pues en lo privado se mantiene la desigualdad propia de la naturaleza.  Sólo las relaciones que se dan en el espacio público pueden darse entre iguales, pues el espacio público es quien ha creado y permitido la igualdad que hemos percibido una vez que ha aflorado la pluralidad (la igualdad nada tiene que ver con una “raza” ni con nada natural, sino con el “derecho a tener derechos” que hablan y actúan y se reconocen como humanos).   Con eso no se afirma que Arendt considere innecesaria la esfera privada, sino que la considera importante en la medida  en que, al estar fuera del mundo común, supone un reducto de lo seguro y oculto, donde nada queda expuesto a la publicidad generada por la presencia de los otros, que puede llegar a ser tan incómoda.  Ése es el territorio de las emociones y las pasiones, que, por otro lado, no deben emerger a la esfera pública.  Ese es el error que -a ojos de nuestra autora- se cometió cuando, durante la Revolución Francesa, la compasión y la piedad fueron ensalzadas como principios del actuar político, con lo que la revolución no se encaminó hacia el nacimiento de un nuevo cuerpo político -como debería haber ocurrido pues ése es el fin de las revoluciones-, sino a solucionar problemas de necesidad y miseria propios de un ámbito distinto del político.

Todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de que los hombres viven juntos, si bien es sólo la acción lo que no cabe ni siquiera imaginarse fuera de la sociedad de los hombres:   “Esta relación especial entre acción y estar juntos parece justificar plenamente la primitiva traducción del zoon politikon aristotélico por animal socialis, que ya se encuentra en Séneca, y que luego se convirtió en la traducción modelo a través de santo Tomás: homo est narualiter politicous, id est, socialis (“el hombre es político por naturaleza, esto es, social”)” (Arendt, 1993, pp. 37-38). La actividad de la labor no requiere la presencia de otro, aunque un ser laborando en completa soledad no sería humano , sino un animal laborans en el sentido más literal de la palabra.  Si imaginásemos a un hombre que trabajara, fabricara y construyera un mundo que sólo él habitara, ese supuesto hombre seguiría siendo un fabricador, aunque no homo faber;  habría perdido su específica cualidad humana y más bien sería un dios o un demiurgo.  Sólo la acción es prerrogativa exclusiva del hombre;  ni una bestia ni un dios la realizarían, y sólo ésta depende por entero de la constante presencia de los demás.   Además sólo ese hombre de la vida activa puede ser responsable, solidario, en conversación siempre con los demás y  dispuesto a consolidar con ellos una vida en res publica  (las otras formas de actividad -el trabajo y la obra- sobreviven y hasta medran bajo tiranías y dominaciones de toda suerte, pero la vita activa, -como veremos más adelante- sólo florece en la república.).

Con este actuar y aparecerse nace la posibilidad de hallar una unidad de sentido, de  hallar algo común a una pluralidad de existencias humanas.  Así, la unidad del mundo se obtiene mediante la pluralidad, mediante la multiplicidad de perspectivas.   Se ve pues que se habla de perspectivas -resuena aquí Nietzsche-, por lo que el mundo entendido como una totalidad objetiva de sentido es imposible; toda perspectiva, es siempre de uno, singular.  No hay posibilidad de un sentido del mundo que contenga toda perspectiva.

2.4   El mundo y el sentido común.

Hannah Arendt habla del sentido común no como un sentido ligado a la percepción orgánica, sino como lo que me conduce a un mundo compartido con los otros.  Este sentido común es activo (la percepción de los cinco sentidos -que es pasiva- es  privada), pues es capaz de dotar de un contexto unificante a las percepciones singulares.  Nótese que nada es más particular que la experiencia sensible (pensemos en un dolor físico agudo).  Por lo que sólo nos podemos fiar de la experiencia sensible, porque  el sentido común -a diferencia de los particulares- es común a todos.  No es que los otros sentidos sean “subjetivos” en el sentido de la duda cartesiana, pues apuntan a “objetos”, es decir, se dirigen al mundo que es el único lugar en que funcionan;  pero nos dirigen como particulares.  Lo que muestra que hay otros hombres, que estamos con otros, es nuestro sentido común, con lo que este sentido común deviene claramente político, pues es el que nos permite controlar las experiencias de los cinco sentidos de manera que resulte un mundo “común” en  el que podemos funcionar con nuestros sentidos particulares.  Para el mismo conocer los objetos como objetos de una tendencia sensible, se requiere del “sentido común” convirtiéndose así el objetos de una intención, de una tendencia, en una cosa “entre” los hombres, que puede “hablarse”, comentarse, admirarse.

Por tanto, la condición de la vida humana no es tener “ante sí” el mundo, sino estar en el mundo;  y ese “estar” es absolutamente práctico, puesto que este mundo en el que el hombres está no es un mundo de ideas o de conceptos, sino de acciones y acontecimientos que cambian el mundo.  Y fijémonos que lo importante es la simple actuación, es la ejecución, no los fines o la motivación.  Veremos más adelante las consecuencias de todo esto.

Como la acción siempre es constitutivamente relación, al actuar los hombres entran en una intersección de relaciones, en un estar-en-el-mundo (nos alejamos -con ello-, de nuevo, del subjetivismo o posible solipsismo cartesiano).  Y en ese estar y en ese discurso se manifiestan los intereses de cada uno por objetos materiales y mundanos, pues  se refieren al mundo objetivo de cosas en el que vivimos.  Literalmente, intereses:  inter-est, lo que está entre las personas, luego puede ponerlas en relación.  No hay comunicación directa de sujetos sin el mundo del sentido común.

2.5   Acción, libertad y responsabilidad.

Como se ha dicho las características de la acción humana son la absoluta libertad , la irrever-sibilidad y la impredecibilidad, y las tres van ligadas.  Luego cuando se inicia la acción nada puede determinar previamente ni el desencadenamiento ni la propia acción, no hay cadenas, categorías, esencias, valores que condicionen la acción, la acción es absolutamente libre (como es absolutamente libre el actuar o no).  También está huyendo Arendt con ello de  todo lo que suponga identidades colectivas, ya se basen en razas, religiones o cualquier forma de comunitarismo, al tiempo que rechazará la identidad como un instrumento utilizado por el totalitarismo para mantenerse en el poder y ahuyentar la reflexión.  No hay naturaleza ni identidad, sino pluralidad y espacio público donde cada individuo se muestra libremente.

La acción es libre, ahora bien, una vez la acción ha sido puesta en el mundo, en ese mundo constituido por el propio actuar humano, ya no hay vuelta atrás, las otras acciones que nuestra acción lleve al mundo son absolutamente imprevisibles pues todo el resto de acciones humanas son tan libres como la primera.  Eso no debe frenar la acción, sino hacernos conscientes de nuestra responsabilidad.  Y esto quiere decir, por una parte, que  la responsabilidad siempre es individual, nunca colectiva -aunque como mi acción está en el mundo, el sentido del actuar no es sólo del que actúa, ya no está en sus manos, se  ha dispersado hacia el mundo- (veremos qué importancia tendrán ambas cosas más adelante cuando analicemos el totalitarismo). Por la otra parte, nuestra autora destaca que el determinismo no es real en el campo de las acciones humanas, y la creencia en que una ley pueda explicar las acciones realizadas es absurda y muestra la diferencia entre el ámbito de la ciencia, de las verdades del conocimiento, de las leyes y el ámbito del actuar humano;  todo intento de explicar la conducta humana mediante causas o leyes, y, por tanto, todo intento de predecir la conducta humana (como pretende la sociología y, a veces también alguna psicología) no es sino un afán positivista por alcanzar una realidad de una naturaleza diferente.  Recuérdese que la ciencia puede decirnos qué soy, pero no quién  soy;  quién soy será el resultado de mi actuar, luego sólo podrá ser narrado, no científicamente demostrado.  Se ve aquí la importancia de la narración de los hechos y de la historia para Arendt, como el lugar donde los hechos reflejan su aparecerse, donde la realidad puede ser re-constituida.  Sin embargo la concepción arendtiana de la historia no acepta que ésta tenga un “héroe” reconocible y responsable de todos los resultados de las acciones que ha realizado.  La  concepción de la historia que intenta explicar los hechos históricos como efectos de una causa que identifica con la acción intencionada de un sujeto es sólo una construcción teórica posterior, luego no refleja la realidad.  La historia se parece más a la narración o al teatro, que a la ciencia.  Por ello mismo también Arendt huye de las teorías, lo importante es el hecho, el fenómeno que debe ser comprendido (se ha apuntado que nuestra autora utiliza el  método fenomenológico).

  1. La vida del espíritu

Hasta aquí se ha revisado el planteamiento arendtiano de la vita activa (labor, trabajo y acción), pero en su última época nuestra autora pareció volver a interesarse por la vida contemplativa y por las actividades del espíritu (mind) sin que eso implicase una vuelta a la filosofía más pura o más desligada de la realidad, filosofía de la que nuestra autora renegaba;  en  Sobre el espíritu (1978) -obra inacabada y publicada póstumamente, aunque se conoce el material con el que la preparaba, inspirado en la crítica del juicio kantiana- proyectaba estudiar a fondo las tres actividades del espíritu:  el pensamiento, la voluntad y el juicio, aunque siempre ligadas a la acción y por lo tanto no alejándose del pensamiento sobre la política, puesto que -como hemos visto- la acción es política.  Luego interesa el pensamiento centrado en la acción, comprender la acción, pensar sobre lo que se hace.

3.1  Pensamiento y acción.

El punto de partida arendtiano para esta compresión es darnos cuenta de que estamos en una época donde lo que hasta ahora había parecido fijado en la moral se ha derrumbado,  ya no tenemos moral entendida como un conjunto de reglas claras y seguras que  nos permitan distinguir ente el bien y el mal;  el horror de la Segunda Guerra Mundial y  la posterior industrialización masiva que alteraría las formas de vida tradicionales, produjeron una destrucción de los valores morales tradicionales.  Ya no tenemos valores ni reglas, el sentido común que permitiría sentir en comunidad, dentro de la comunidad, ha trastabillado, luego habremos de acostumbrarnos a “pensar sin barandillas”, sin estructuras sólidas que nos puedan decir cuando no equivocamos.  Hay que partir de las experiencias concretas, de lo singular, para llegar a tener una conciencia moral que nos permita  formarnos convicciones morales sobre el mundo.

Aquí Arendt se distancia de Kant, para quien el juicio moral partía de principios generales -que la Razón Práctica hallaba- que permitirían subsumir la acción concreta;  para nuestra autora, primero, ya lo sabemos, no existen esos principios generales, y , segundo, esos principios generales nos impedirían observar y valorar la riqueza y la diversidad de la realidad, nos impedirían pensar.  Si las normas nos dicen lo que hay que hacer, no pensamos, o sólo pensamos lo que se debe pensar (estamos ante el pensamiento único).  Si todo está ya pensado, entonces el individuo es superfluo (veremos más adelante que eso es lo que buscaron los totalitarismos, y eso es lo que le pasó a Eichmann), cuando en verdad es el individuo el que debe realizar el “juicio moral” reflexionante “que permita ver lo que está bien y lo que está mal, lo que es justo o no, distinguir un acto bueno de uno malo.  Pero ¿cómo hacer eso si no tenemos barandillas que nos indiquen si vamos bien o no?   Partiendo siempre de las experiencias, del análisis de lo concreto, para salirnos de ello y contemplarlo desde fuera;  el pensamiento es tomar distancia del mundo (aunque sin abandonarlo jamás) para buscarle sentido.

¿Y cómo se produce ese distanciamiento que requiere el pensamiento?   En el pensamiento el yo se divide en dos y dialoga consigo mismo, el pensar es reflexividad, el diálogo sin sonido entre y y yo mismo (el término “conciencia” nos remite a “conocer con”).  Fijémonos que, como diálogo, el pensamiento es “hablado” (en silencio o de viva voz, esto es, no necesariamente comunicado, aunque su naturaleza sea siempre ésta, es decir,  la de ser comunicable, el pensamiento es para la comunicación no para el aislamiento).  Ese diálogo de mi yo contra yo mismo, parte de un nacimiento, de una natalidad, nace en el momento exacto en que una voz interior se distancia de mi yo para discrepar, para mostrar la diferencia y la alteridad (cuando el yo se separa de lo que ha visto a primera vista y duda y piensa) y yo estoy dispuesto a escucharla.   Esa dualidad, esa duplicidad original (two-in-one) de cada individuo, nos recuerda de nuevo que no hay identidad, ni original ni terminal, que somos un hacerse.  Cuando nace esa otra voz, ese otro yo mismo, tenemos experiencia de la disensión interior y esa disensión en la dualidad es precisamente lo que nos incita a buscar la no contradicción, pues la dualidad sólo halla bienestar cuando la contradicción es resuelta.

3.2  Pensamiento y voluntad.

Y ahí se conectan las dos facultades del espíritu, pensamiento y voluntad, pues el sentido de la ética es que el querer, la voluntad, no se halle en conflicto consigo misma.  La voluntad es la que forja el yo duradero, es la única que persigue una identidad que nos permita juzgar, y ver si algo armoniza y es coherente con lo que queremos ser.  Por eso Arendt piensa que hay que educar la voluntad de los débiles para que tengan un carácter; en el artículo La crisis de la Educación defiende la gran importancia que ésta tiene y afirma que los adultos debemos recuperar el valor de educar y asumir la autoridad sobre los más jóvenes sin abandonarlos en su mundo en donde no serán capaces de tomar decisiones, pues su voluntad aún no ha sido forjada.  Hay que educar para ayudar a los jóvenes a elegir y eso no es fácil cuando, por un lado, no estamos acostumbrados y cuando no tenemos valores que nos permitan apoyar nuestro pensamiento y dirigirlo; y, por otro lado, hemos sido formados en el pensamiento científico cuyo positivismo -ya se ha apuntado- nos lleva a temer no hallar la respuesta verdadera, aún tras haber reflexionado, nos da miedo equivocarnos;  pensar no es garantía de acierto (su maestro Heiddegger, pensó y se equivocó).

  1. El ámbito de la moralidad

4.1  Moral y coherencia.

Hay que reparar aquí en que si el peor mal es el mal interior, la escisión interna (es preferible el mal exterior), es mejor que yo tenga que desaprobar al mundo o que el mundo tenga que desaprobarme a mí,  a que yo tenga que desaprobarme a mí mismo.   Así, el principio de la moralidad es la ausencia de contradicción interna;  aquello que no provoque contradicción entre las dos voces, la del yo y la del yo mismo, es lo que nos evita hacer el mal.  Queda pues bien claro que el pensar queda con ello enaltecido:  el peor mal existente es el que han provocado los que dejaron de pensar, pues quien no establece ese diálogo interior puede causar el mal sin temor en la medida en que no se le despierta el malestar que produce la contradicción interior;  no tendrá remordimientos y podrá cometer cualquier delito pues sabe que lo olvidará.  Ahí está la banalidad del mal.

Como se ha dicho, la naturaleza del pensamiento es el ser comunicable, el pensar es lenguaje, por lo que el pensamiento apunta ya a los  otros, desde el pensar individual hasta lo compartido con otros, en la kantiana “mentalidad ampliada”:  para que el pensamiento sea crítico, debe quedar expuesto a las opiniones de los demás, pues sólo con ello  puede ganar la imparcialidad que el pensar meramente subjetivo de los intereses individuales no tenía.   La mentalidad amplia me permite darme cuenta de si he “secuestrado” un juicio para adaptármelo a mi significado (interesado) o si, al comparar mi juicio con  otros juicios, éste pasa la prueba de la imparcialidad, abandonándose entonces el mero interés propio, la mera identidad, para alcanzar la diversidad, la pluralidad (no la multiculturalidad, pues Arendt habla de individuos, no de culturas, sólo los individuos piensan, no las culturas, sólo los individuos pueden ser amados, no las culturas.   En la entrevista que le hizo  Gaus afirmó:  “Nunca en mi vida he amado a ningún pueblo o colectivo, ni al pueblo alemán, ni al francés, ni al americano, ni a la clase trabajadora ni a nada de este orden  (…)  este amor a los judíos, siendo como soy judía, a mí me resultaría sospechoso”

4.2  El juicio moral.

Este paso de lo particular a lo otro, a lo diverso, está inspirado en el juicio estético, en el juicio kantiano del gusto cuya máxima subjetiva exige la universalidad, lo compartido (me puede agradar un cuadro pintado por mi hijo, pero mi gusto debería tender hacia las cualidades de las obras clásicas, compartidas, no perecederas que explican porqué Las meninas cuelgan de un museo, mientras que el cuadro de mi hijo, no).  La ética va así de lo particular a lo comunitario, llegando hasta el mundo común donde el sentido común compartible permite convertir el “me gusta”, el “me interesa” o el “me duele” en algo de la comunidad (veamos que el dolor del pie es privado, pero la acción “me duele el pie” es pública y cualquiera puede entenderla).  Que pueda convertirse en algo de la comunidad no garantiza en absoluto la unanimidad ni el acuerdo, solamente muestra el querer vivir con otros.

Es importante ver que al emitir el juicio moral, el individuo, por una parte se elige a sí mismo, elige cómo quiere ser, quién quiere ser;  pero, por otra parte, está eligiendo también con quién quiere vivir en la medida en que opta por vivir con aquellos que sean capaces -a su vez- de pensar y juzgar el mundo conjuntamente.    Ese juzgar conjuntamente necesita de la mentalidad ampliada que te exige abandonar tu lugar como actor y ponerte en el lugar del espectador, pensar en el lugar del otro, tener una comunicación anticipada con el otro con el que sé que, al final, deberé llegar a un acuerdo (resuena aquí Habermas).

Se ha dicho ya que al elegir elegimos quién queremos ser;  cuando pensamos nos podemos dar cuenta de quiénes seríamos al elegir, y por tanto, podemos decir:  “yo no puedo hacer esto porque yo no quiero ser ese”: estás viéndote a tí mismo y examinando quién quieres ser;  el sujeto se escoge a sí mismo con lo cual se convierte en el modelo de la conciencia moral.  Y no sólo en el modelo individual, pues al escoger, escoges también a los otros, quieres las elecciones que harían los otros que estuvieran en el mismo lugar de espectadores que tú.  Por tanto, con tu elección eliges a aquellos con los que quieres estar, al tiempo que eliges un modelo de humanidad, lo que deseas que la persona acabe siendo.

Hasta aquí, se ha hablado de modelos de acción, de modelos de conciencia, no de principios universales de actuación que nos permitan subsumir las acciones individuales.  Pero si no  buscamos principios y reglas racionales inmutables de acción, nos faltarán las garantías para saber si nos equivocamos o no.  Efectivamente, sentimos un miedo enorme a juzgar, pues, como se ha dicho, tememos equivocarnos -como también Arendt misma se equivocó en ocasiones-, tememos pensar sin barandillas.  Arendt nos ilustra la desazón de ese juzgar afirmando que  “hemos recibido una herencia sin testamento” y eso nos da miedo, nos hace conscientes de nuestra soledad ante el actuar.  Es ese miedo el que nos lleva a escondernos tras las causas de la actuación buscadas, por ejemplo, por la psicología social, que nos tranquilizaría con sus estadísticas y sus números.  Como ya se ha apuntado, nos hemos educado en la positividad del conocimiento científico (físico-matemático) donde la finalidad no es pensar, sino conocer para poder llegar a verdades.  Pero en el campo de la moralidad, la universalización no puede ser el punto de partida;  es más, a nuestra autora no le incomoda la relatividad de las opiniones.  Al juzgar nada nos garantizará que nuestro juicio sea el más correcto, no podremos evitar la incertidumbre y el miedo;  pero eso, el no tener garantías de acierto, no nos puede llevar a no pensar.  Lo que pretende Arendt es luchar contra la indiferencia moral, contra el pensamiento único, contra las opiniones prefabricadas de la sociedad de masas -como comentaremos más abajo-, pensar por uno mismo.  De nuevo se escucha su  letanía:  “yo sólo quiero comprender”.

4.3  Del  pensar moral a la política.

Como se dijo anteriormente,  Arendt piensa que vivimos en un mundo donde se han roto las reglas y no tenemos principios morales universales únicos propios del mundo común.  Por lo tanto habrá que buscar algunos, pero tampoco ahora se hallará un principio teórico general a partir del cual deducir reglas concretas, la teoría no puede anticiparse a la acción- se deberá partir de experiencias concretas y aún de ejemplos que muevan al pensamiento-.  Y el ejemplo por antonomasia de la formación de la conciencia moral lo toma de Sócrates, cuando afirma:  “es preferible padecer una injusticia que cometerla”, es preferible ser víctima que autor de una injusticia.  Para nuestra autora esa afirmación constituiría una buena base para el pensamiento moral pues toda teoría moral que la negase caería en una contradicción, con lo cual y de nuevo, la moral es una cuestión de coherencia, de no contradicción de uno consigo mismo.

Afirma Arendt que pensar no es cosa de eruditos -a diferencia del conocer las verdades de la ciencia- ni de ignorantes, ni de elegidos, sino que todos  debemos y podemos pensar, por lo que debemos exigírselo a los otros ya que sólo así podemos mejorar ese mundo común que nace de las acciones compartidas.  Al pensar, al alejarnos del mundo desmaterializando las cosas que hay en él, será cuando -paradójicamente- más nos demos cuenta de  que estamos vivos.   Pensar, además de ser un acto político, resulta liberador, pues en situaciones límite, ya se verá más abajo, cuando la mayoría ha renunciado a pensar, puedes decidir no participar y esa decisión es una decisión política.  El pensamiento es lo que puede guiar mi acción y mi acción siempre afecta a otros, con lo cual todo pensar es un pensar político.  Y la consecuencia de no pensar o de no pensar políticamente -como si los otros no existieran o no pensaran- es el mal.

  1. La existencia del mal

5.1  El mal radical y el mal banal.

En cuanto a la existencia del mal, el mal puede existir de dos maneras:  como mal radical, como mal deliberado, que se produce cuando, aún habiendo pensamiento, el individuo siente la señal que le advierte, que le alerta ante la contradicción interior, pero no le hace caso.  Platón lo explicó como la falta de equilibrio entre las tres almas, pero pensó que era fruto de la ignorancia, y que se curaba con la justicia y con la educación que consideraba medicina y gimnasia del alma.  Para nuestra autora, ese mal sólo puede corregirse con la política, en la medida en que sólo ésta nos muestra la necesidad de contar con los otros, de oír cuál sería su pensamiento.  Eso es lo que acabará dándose en el totalitarismo, que se analizará más abajo.
Pero existe otro tipo de mal que procede de no pensar, luego de no sentir esa señal de alerta que avisa de la contradicción interna, y que es propio de aquel que es uno también en su interior.   Es el mal banal.

5.2   Eichmann y la banalidad del mal.

La idea del mal banal, de la banalidad del mal, la defiende Arendt en el libro Eichmann en Jerusalen.  Un estudio sobre la banalidad del mal (1961) que publicó tras el juicio a Eichmann, (ensayo por el que fue criticada en la medida en que destacaba la pasividad judía que había facilitado el genocidio).   Adolf  Eichmann fue teniente coronel de las SS y uno de los máximos responsables de la “solución final” nazi para acabar con “la cuestión judía” mediante el exterminio masivo y organizado de los judíos entre 1942 y 1945.  Eichmann fue un experto administrador y un vigilante funcionario  de la organización de deportó a millones de judíos hacia su matadero.   Tras la derrota nazi, huyó a Argentina, de donde fue secuestrado por un comando especial de la inteligencia israelí -violando las normas de derecho internacional- y juzgado en Jerusalén en 1961.  Arendt siguió el proceso in situ y con el  material recogido elaboró el polémico informe donde rechazó que Eichmann tuviese una perversa o cruel personalidad criminal;  Eichman era una persona mediocre, de inteligencia mediocre que, habiendo fracasado en la vida civil ingresó en el Partido Nacional Socialista alemán, en el ejército y finalmente en las SS en donde fue transferido a departamento de “evacuación y emigración” en el que se familiarizó con el trato con judíos, a los que no sólo no odiaba, sino de los que admiraba su “idealismo”sionista.  Por tanto, Eichmann fue un funcionario que cumplía eficazmente las órdenes que le venían desde arriba -ni siquiera se hallaba impregnado de la ideología nazi- y que no tuvo nada que ver en la ideación de la “solución final”, por lo que era un pelele en el que “no se ocultaba el demonio” ni actuaba por envidia, debilidad, odio o deseo, a diferencia de Hitler o Himmler a quienes guiaba el “mal radical”.  Eichmann no pensaba, se atenía a las órdenes, por lo que ejecutarlas no le planteaba problemas morales;  para él era legal, y, como no pensaba, no se imaginó las consecuencias ni el alcance de lo que estaba organizando.

Sin embargo, para Arendt, Eichmann es culpable pues secundó y ejecutó las órdenes de un Estado criminal con celo funcionarial (Kant dijo que la moralidad pasa por el respeto a la ley,  Arendt añade: siempre que la ley sea respetable).  No escuchó la señal de alarma que debería haberle anunciado la batalla entre su propio yo y su yo mismo, pues no pensó, por lo que tampoco pudo anticipar qué tipo de persona iba a acabar siendo.

  1. Análisis del totalitarismo

Se ha hablado ya del mal radical o del mal absoluto que condujo a que pasara lo que no habría debido suceder, aquello con lo que no podemos reconciliarnos ni podemos pasar de largo en silencio.   Este tema lo había planteado previamente la autora que nos ocupa en la obra que le dio fama, Los orígenes del totalitarismo (1951).  En ella analizó el fenómeno del totalitarismo como algo novedoso del s. XX en la medida en que se basaba en una forma inédita de dominación total del hombre que abarca a la condición humana en su conjunto, y que, como nueva forma de dominación, no reconoce la propia humanidad de los hombres y de su mundo.  Y eso no se había dado en ninguna otra forma de tiranía o de dictadura, cuyos objetivos eran la persecución de las libertades civiles y políticas, y que una vez conseguidos los objetivos, consolidado el régimen y controlada la oposición,  trataban simplemente  de mantenerse.

6.1  Los orígenes del totalitarismo.

Esa terrible novedad del totalitarismo que supuso una ruptura total con nuestras  tradiciones, acabó con nuestros criterios de juicio moral, ético, político y jurídico;  y las categorías con las que pensábamos -como gobierno legal o ilegal, poder legítimo o arbitrario- quedaban destrozadas.  Habíamos recibido  “una herencia sin testamento” en la medida en que el totalitarismo había supuesto la pérdida de lo político, y con ello, la pérdida de lo humano.

La obra Los orígenes del totalitarismo tiene tres partes en las que se analizan el antisemitismo, el imperialismo y finalmente el totalitarismo, del que, según nuestra autora, se habían dado dos manifestaciones:  el nazismo y el estalinismo (afirmación harto polémica en su época).  Veamos ahora los elementos (alguno de ellos pueden hallarse en el XVIII) cuya confluencia nos ayuda a comprender  la “cristalización” del totalitarismo;  y decimos elementos y no causas, pues recordemos, por un lado, que no hay determinismo en las acciones humanas, luego tampoco en la historia; y, por otro lado, añadamos que no existe tampoco “esencia” de totalitarismo antes de aparecer;  y apuntemos finalmente que para Arendt el acontecimiento del totalitarismo es mayor que los elementos que lo componen. Así pues los elementos que confluyen son el antisemitismo, la decadencia del estado-nación, el racismo y su concepto limitador de humanidad, el expansionismo propio de los imperialismos, la alianza entre el capital y la plebe, las masas.
En cuanto al imperialismo,  Arendt lo presenta como la acción política del Estado movida por motivos económicos relacionados con la emancipación de la burguesía que pugna con las monarquías existentes para invertir los capitales excedentes en otros territorios;  pero, según nuestra autora, los estados-nación europeos  del XIX no eran adecuados a esa expansión en la medida en que se asentaban en la legitimidad de una ley común que reconocía tácitamente una población básicamente homogénea, donde los poblaciones ahora dominadas no encajaban;  es esa tensión la que obligaba a diferenciar  las instituciones del estado colonizador de las de la nación colonizada.  Esa tensión estructural era la que daba lugar al racismo cuando se desplazaban las lealtades y los símbolos desde la nación a la raza:  desde la conciencia de pertenecer a un Estado civilizado que reconoce leyes universales, a la conciencia de pertenecer a una raza superior.  Por otra parte, durante el XIX tampoco se llegó realmente a la homogeneización que en clave teórica legitimaba el estado, pues las clases o sectores sociales no consiguieron una integración pacífica, luego cada clase proyectó ese conflicto contra el propio estado alimentando así el antisemitismo que defendía que los judíos como grupo humano impedían la integración interna del Estado:  “el antisemitismo político se desarrolló porque los judíos eran un cuerpo separado, mientras que la discriminación social surgió a consecuencia de la creciente igualdad de los judíos respecto de los demás grupos” (Arendt, 2009, p. 126)

Además del imperialismo ultramarino, Arendt señala un “imperialismo continental” que da lugar en Europa al pangermanismo y al paneslavismo -que aspiraban, ambos, a unificar políticamente a pueblos dispersos de Centroeuropa y de Europa oriental-, nacidos antes de 1870 y que tienden a desaparecer tras la primera guerra mundial, pero que ayudan a entender el nazismo y el bolchevismo que vendrán (recordemos que tanto el imperio austro-húngaro como el ruso habían quedado fuera de la repartición imperialista).  Estos panmovimientos que planteaban la existencia de una comunidad popular diferente a la que el estado-nación protegía, transmitían una hostilidad destructiva hacia el estado-nación mismo.  La tesis arendtiana es que el imperialismo europeo (detalladamente documentado en la obra) tiene mayor relevancia y significado que el antisemitismo a la hora de comprender los orígenes del totalitarismo, y que ambos elementos, ninguno de ellos totalitario por sí mismo, ayudaron a experimentar nuevos prácticas de dominación y nuevas justificaciones de la violencia.

6.2  Totalitarismo y ley.

La cristalización del fenómeno del totalitarismo lo convierte en un régimen que sigue leyes suprahumanas que rigen el universo:  las leyes de la Naturaleza y su desarrollo en el fascismo, y las de la Historia y su desarrollo en el estalinismo;  y por ello ambos afirman perseguir alcanzar la Humanidad y plasmar la justicia en la tierra.

Las ideologías totalitarias explican el pasado y anticipan el futuro, son redondas, cerradas, no hay lugar para la impredecibilidad de la acción humana, luego hay que  negarla;  se trata de transformar la propia naturaleza humana para acomodarla a la Idea, sea ésta la Naturaleza o la Historia.  Una vez esto aceptado, el hombre, el individuo se vuelve superfluo, solo es un engranaje, luego queda eliminada la pluralidad, la espontaneidad y la imprevisibilidad característica de los seres humanos, y éstos quedan reducidos entonces a pura animalidad.   Con ello desaparece la esfera de la política.   La ideología -lógica de la idea- explica la realidad, luego hay que desconfiar de los sentidos y de las propias convicciones en ellos basadas, de los hechos que no se acomodan a la teoría y de los que ésta ya no depende (Trosky puede desaparecer de los textos de historia y de  las fotos, si la teoría lo requiere).

Sobre todos estos supuestos, el líder totalitario no es un tirano, sino alguien que para seguir las leyes supremas puede saltarse las leyes positivas -que siempre quedarán en segundo plano pues dependerán de aquéllas- y el resto de los dirigentes no serán sino meros ejecutores.  Y ahí está la clave de la dominación:  una vez que los hombres han sido desposeídos de su condición humana (no deben pensar, no deben juzgar, la ley regirá) son ya meros instrumentos que mediante el terror se pondrán al servicio de la idea.  Por ello, los campos de concentración son un resultado lógico del gobierno totalitario, y si los que allí se hallan son prescindibles, es lógico  que sean eliminados:  “La insana fabricación en masa de cadáveres es precedida por la preparación, histórica y políticamente inteligible, de cadáveres vivientes” (Arendt, 2009, p. 601)

Este sistema del terror totalitario sólo puede cuajar en una sociedad en donde el hombre viva ya de hecho aislado y haya desaparecido el valor del terreno de la política, de la esfera de lo público y esto es lo que sucede en la sociedad moderna, como se expondrá a continuación.

  1. Análisis de la modernidad

 

Para nuestra autora, la modernidad aparece cuando el descubrimiento de América y Galileo desvelan los secretos del universo.  Pero, curiosamente, ese desvelar los secretos del universo provoca como reacción  la duda cartesiana y la ciencia físico-matemática que se convierte en el paradigma del conocimiento;  estas matemáticas nos permiten conocer el mundo desde fuera, desde la perspectiva del universo, buscando las leyes del universo, de las que las leyes de la tierra no son más que un caso especial;  el mundo no es ya lo que es común a los hombres, sino que queda rebajado.  Se produce con ello una alienación del mundo, y  una pérdida del lugar en el que el hombre deviene humano cuando actúa.  Con ello perdemos también el lugar en el que aparecemos y nos revelamos.  Es entonces cuando el trabajo se vuelve el único sentido de la vida humana y nace la moderna glorificación del trabajo.  La esfera económica se come entonces a la esfera política, lo privado (los intereses privados) se confunde con lo público y es negado el espacio político donde los hombres libres -libres de la necesidad que le marca su propia subsistencia- se encuentran para actuar.

Es el advenimiento de la sociedad, de la sociedad de masas en la medida en que se ha perdido la individualidad y se ha limitado la vida a la producción y al consumo;  una vez así alcanzada la glorificación teórica del trabajo y la trasformación de toda la sociedad en una sociedad de trabajo, será fácil la dominación de este animal laborans.  La transformación y la alegría que en esta sociedad de masas proviene del trabajo es la forma de sumir a los humanos en el ciclo biológico de la Naturaleza, trabajar y consumir, cansarse y descansar, con la regularidad feliz y sin objetivo del día y la noche, la vida y la muerte.   Y nótese que en el comercio del trabajo y del consumo, no se produce libertad, sino obediencia a lo prescrito por la técnica, por el cálculo, a las leyes de la producción.  No será ya  extraño entonces que  esas mismas leyes alcancen al territorio que ahora llamamos erróneamente de la política, al lugar donde los políticos profesionales persiguen la producción del voto.

En esta moderna sociedad de masas, lo político se ha confundido con lo social y no queda lugar para una política autónoma e independiente de la economía, un mundo donde la  necesidad, lo social, ha fagocitado a lo político y la única razón es ya la razón instrumental, donde el espacio público está copado por problemas de intereses privados cuyos promotores tratan de controlarlo para obtener más fácilmente sus propios beneficios.  En este mundo -se apuntó- el hombre no puede hallar sentido, no puede orientarse acerca de cómo quiere vivir.  Estamos ante el nuevo mal radical  cuya finalidad es negar la espontaneidad y la libertad individual que se manifiesta en la acción humana.

En este mundo el hombre se halla solo (a pesar de estar al lado de otros) y eso facilita la dominación, para Arendt,  lo contrario de la acción (pues ésta es la que instituye el poder, según nuestra autora).  Y la dominación así facilitada permite que el totalitarismo imponga el terror, que sólo funciona con hombres aislados del mundo humano en el que ya no pueden manifestar sus inter-eses.  Si el hombre está solo y no se manifiesta, no se revela, no hay tampoco quién lo reconozca.  La dominación total reduce las diferencias entre los humanos a una pura identidad, y cuando se suprime toda referencia a lo humano, el individuo se ha vuelto superfluo.  Por eso los campos de exterminio no son sino una culminación de este proceso.  Y el asesinato en masa que se instituye en ellos, una consecuencia lógica.