Santo Tomas

El problema de las relaciones entre la fe y la razón.

El florecimiento en el siglo XIII de la escuela franciscana que, frente a la oposición de los dialécticos, llega a regentar Cátedras en la Universidad de París, supone una vuelta a san Agustín en la solución al problema. Se defiende la servidumbre de la filosofía respecto de la teología; sin la iluminación de la fe todo intento racional es vano. La opción más fuerte a favor de la autonomía de la razón, de la independencia de la filosofía frente a la teología, se encuentra en la teoría de la doble verdad defendida por los averroístas. Existe una verdad teológica o de fe, dirán, y una verdad filosófica o de razón, pudiendo ambas ser afirmadas aunque sean incompatibles, por pertenecer a órdenes diferentes.

El conocimiento de Aristóteles en Occidente y la posición del averroísmo llevan a Tomás de Aquino a replantear el problema y darle una solución diferente de la averroísta y de la agustiniana. Tomás de Aquino se pronuncia por la autonomía “relativa” de la razón: el campo de la filosofía está enteramente sujeto a la razón, y la teología se basa en la revelación. En cuestiones comunes afirma la armonía; y en caso de conflictos, o se trataría de errores de la razón o de errores en la interpretación de la Escritura. Dados los condicionamientos de la época, Tomás encuentra el origen de los conflictos en los errores de la razón. Y es que para Tomás de Aquino, saber revelado y saber racional, por tener un mismo origen y un mismo autor, no pueden contradecirse.

Un problema doble ocupa las reflexiones de Tomás de Aquino: la distinción entre la fe y la razón y la necesidad de su concordancia. El ámbito entero de la filosofía procede exclusivamente de la razón; es decir, que el filósofo no debe admitir nada más que lo que sea accesible a la luz natural y demostrable por sus solos recursos. La teología, por el contrario, se basa en la revelación, o en la autoridad de Dios. Los artículos de la fe son conocimientos de origen sobre natural, contenidos en fórmulas cuyo sentido no nos es enteramente penetrable, pero que debemos aceptar como tales, aunque no podamos comprenderlos. Un filósofo argumenta siempre buscando en la razón los principios de su argumentación. Un teólogo argumenta siempre buscando sus principios primeros en la revelación. Así quedan delimitados sus dominios. Sin embargo, es empero necesario constatar que ocupan en común un determinado número de posiciones. En sus conclusiones, fe y razón coinciden. Ni la razón -cuando la usamos correctamente- ni la revelación -puesto que tiene su origen en Dios- pueden engañarnos. Ahora bien, la concordancia de la verdad con la verdad es necesaria. Siempre que una conclusión filosófica contradiga al dogma, nos hallamos ante un cierto signo evidente de que tal conclusión es falsa.

Pongamos por caso que la razón nos demuestra A y la revelación nos dice no-A. ¿Qué pasa entonces? La revelación es revelación divina, luego no puede equivocarse. Hemos cometido algún error en nuestros razonamientos. Debemos pues, revisar esos razonamientos hasta encontrar ese error.

La posición de Tomás de Aquino respecto al problema de las relaciones entre filosofía y fe consiste en los siguientes principios:

  1. Dios mismo es, en definitiva, el verdadero tema de la filosofía, porque es el tema de la «filosofía primera», que ya en Aristóteles aparecía a veces como «teología». Y la filosofía es el saber que puede tener lugar por la sola razón humana. Lo cual supone que la razón humana, por sí misma, puede establecer ciertas verdades, incluso relativas a Dios.
  2. 2. Hay un saber en el cual estriba la salvación del hombre, y este saber es la verdadera sabiduría. Este saber versa sobre el fin último del hombre, y es necesario para la salvación por cuanto cierto conocimiento del fin último configura el camino que el hombre ha de seguir hacia ese fin.
  3. 3. El fin último de todo es el principio primero de todo, es decir: Dios. Por lo tanto, el tema de la filosofía y el del saber que hace posible la salvación coinciden. Por otra parte, puesto que uno y otro saber son verdad, es imposible que lleguen a contradecirse.
  4. La sola razón humana no puede alcanzar el saber necesario para la salvación. esto quiere decir que la filosofía, aunque su tema coincida con el de ese saber, no es ese saber. Ese saber lo ha revelado Dios, y lo que Dios ha revelado lo ha revelado porque su conocimiento era necesario para la salvación.
  5. 5. Es imposible que de lo mismo haya a la vez fe y ciencia, entendiendo por «ciencia» el conocimiento que se tiene en virtud de la razón humana; lo que se sabe racionalmenteno se cree, sino que se sabe.Revelado en sentido formal es sólo aquello que no se puede alcanzar por la razón.
  6. 6. De lo «materialmente revelado» pueden formar parte verdades que no son reveladas en sentido formal, porque de ellas hay «saber»; Dios las ha revelado porque son necesarias para la salvación y puedende hechono ser alcanzadas por la razón humana, aunque de suyo no sean inalcanzables.
  7. 7. La revelación hecha por Dios a los hombres está contenida en la Escritura. Y su recepción por los hombres es un acto de captación intelectual, aunque no de demostración; es decir: no se trata de repetir fórmulas, sino de que esas fórmulas tengan sentido, aunque sea un sentido no demostrable. Ahora bien, el hombre no puede captar de otra manera que poniendo en relación lo que capta con sus propios conocimientos. De ahí que la idea de una asunción pura y exclusiva de lo literalmente revelado sea una idea contradictoria. De ahí que, incluso sin demostración, no haya aceptación de la fe si no hay un esfuerzo intelectual de comprensión; y que lo que se pone a contribución en ese esfuerzo sea todo aquello que el hombre pueda conocer por sí mismo.

 Las cinco vías tomistas.

La filosofía de Tomás de Aquino está construida more et ordine theologico. Hay que tener esto muy presente a la hora de comprenderla. En consecuencia, conviene bien que partamos de Dios. La demostración de su existencia es necesaria y posible. Necesaria, porque la existencia de Dios no es algo evidente por sí misma «Nadie puede concebir lo opuesto a lo que es verdad evidente…pero se puede pensar lo contrario de la existencia de Dios…luego su existencia no es verdad evidente». La evidencia en semejante materia sólo sería posible si tuviésemos una noción adecuada de la esencia divina; entonces su existencia aparecería como necesariamente incluida en su esencia. Pero Dios es un ser infinito, y como no tenemos concepto del infinito, nuestro espíritu finito no puede ver la necesidad de existir que su infinitud misma implica; nos es preciso concluir por vía de razonamiento esta existencia que no podemos constatar. La existencia de Dios no es percibida y tampoco es evidente. Lo único que nos queda es interrogar a la experiencia sensible, la cual nos permitirá acceder a esta verdad fundamental, no por simple inspección de esencias, sino por razonamientos que capten lo real existente. Hay que buscar en las cosas sensibles, cuya naturaleza es proporcionada a la nuestra, un punto de apoyo para elevarnos a Dios.

Todas las pruebas tomistas ponen en juego dos elementos distintos: la constatación de una realidad sensible que requiere una explicación y la afirmación de una serie causal, que tiene por base a esta realidad sensible y por cima a Dios.

La primera vía parte de la experiencia del movimiento. Está constatado por los sentidos que hay cosas que se mueven. Todo lo que se mueve es movido por otro. Todo movimiento tiene una causa, y esta causa debe ser exterior al ser que está en movimiento. No se puede ser motor y a la vez movido, hay que buscar el motor fuera de él, y a propósito de éste volverá a plantearse la misma cuestión, y así sucesivamente. Consiguientemente, debe admitirse, o bien que la serie de causas es infinita y no tiene un primer término -pero entonces nada explicaría que hubiera movimiento-, o bien que la serie es finita y existe un primer término, y este primer término es Dios.

La segunda vía es parecida a la primera, se basa en la noción de causa eficiente. Nada puede ser causa eficiente de sí mismo. Y la causa de algo o bien será incausada o bien tendrá a su vez una causa. Así, toda causa eficiente supone otra, la cual, a su vez, supone otra. Más estas causas no mantienen entre sí una relación accidental; por el contrario, se condicionan según un orden determinado, y precisamente por eso cada causa eficiente da verdaderamente cuenta de la siguiente. No es posible que la serie continúe hasta el infinito, tiene que haber, en definitiva una causa eficiente que no tenga a su vez causa eficiente alguna, que sea la primera para poder explicar a la que está en el medio de la serie y a la última de la serie; y esta primera causa eficiente es Dios.

La tercera vía afirma que vemos que hay cosas que, si bien son (=existen), podrían no ser (=existir); es decir: cosa contingentes. Poder existir o no existir es no tener una existencia necesaria; ahora bien, lo necesario no necesita de causa para existir y, precisamente porque es necesario, existe por sí mismo; pero lo posible no tiene en sí mismo la razón suficiente de su existencia; y si no hubiera absolutamente nada más que seres posibles en las cosas, nada habría. O bien todo es contingente o bien hay algo necesario. No es posible que todo sea contingente. Así pues, hay algo necesario. Para que lo que podía ser sea, es necesario antes algo que sea y que le haga ser. Es decir, si hay algo, es que en alguna parte existe algo necesario. Ahora bien, también aquí este necesario exigirá una causa o una serie de causas que no sea infinita; y el ser necesario por sí, causa de todos los seres que le deben su necesidad, no puede ser otro que Dios.

La cuarta vía pasa por los grados jerárquicos de perfección que se observan en los seres. Vemos que hay cosas más o menos verdaderas, más o menos bue`as, más o menos nobles. Percibimos en lo sensible la existencia de tales grados. Pero el más y el menos supone siempre un término de comparación, que es lo absoluto. Hay pues, una verdad y un bien en sí, es decir, a fin de cuentas, un ser en sí que es causa de todos los demás seres y al que llamamos Dios.

La quinta vía se funda en el orden de las cosas. Todas las cosas se mueven hacia un fin y ello aunque sean cosas carentes de conocimiento de su fin. La regularidad que manifiestan sus movimientos indica que su movimiento está ordenado a conseguir algo, que realizan un papel; en otras palabras, que hay un orden del mundo. Esta regularidad no puede ser más que intencional y querida. Ahora bien, aquello que no tiene conocimiento sólo puede actuar por un fin si es dirigido por algo inteligente. Puesto que las cosas naturales carecen de conocimiento, es preciso que alguien conozca por ellos, y a esta inteligencia primera, ordenadora de la finalidad de las cosas, llamamos Dios.

 Los principios tomistas.

Tomás de Aquino acepta los siguientes principios aristotélicos:

-la teoría de la substancia (primera y segunda) y los accidentes;

-la teoría de la materia y la forma (hilemorfismo).

-la teoría de la potencia y el acto, y el movimiento;

-la teoría de las cuatro causas;

-la teoría de la analogía;

-la teoría de que todo conocimiento comienza por los sentidos.

-la distinción en el hombre de dos intelectos

Además, añade los siguientes principios o temas no aristotélicos, sino platónicos o neoplatónicos:

1º La distinción Esencia/Existencia. Procede de Alfarabi y Avicena y Maimónides.

2º El principio platónico de la participación. Las criaturas participan de la existencia de Dios y de su perfección.

3º El principio platónico de la causalidad ejemplar. Dios es el supremo «ejemplar» o modelo que imitan imperfectamente las criaturas. Esto es agustinismo. En relación con estos conceptos de particip`ción y semejanza reinterpreta Tomás de Aquino el tema aristotélico de la analogía: cualquier perfección -y la existencia es la suprema perfección- se predica de Dios y las criaturas no de modo unívoco o equívoco, sino de modo análogo: Dios es la existencia, las criaturas tienen existencia; Dios es la perfección misma, las criaturas participan e imitan esa perfección.

4º El principio neoplatónico de los grados del ser y perfección. Según su cercanía a la Causa primera de la existencia y por la mayor o menor participación de su perfección. Hay una jerarquía de esencias.

 

El hombre.

Por su alma, el hombre pertenece todavía a la serie de los seres inmateriales; pero su alma no es una Inteligencia pura, como lo son los ángeles; no es más que un simple intelecto. La adopción del actus essendi como un acto que no es «forma», sino acto con respecto a la forma misma, capacita a Tomás para admitir seres que, aun no teniendo materia alguna, son «compuestos» de potencia y acto y, por lo tanto, creados. El último grado de la jerarquía de estos seres es el alma humana, especie de puente entre lo espiritual y lo material, por cuanto, a la vez que substancia espiritual es forma de un cuerpo; este carácter de forma del cuerpo (y de un solo cuerpo) no es accidental, sino esencial al alma. El intelecto humano puede conocer un determinado inteligible, pero no es Inteligencia, pues es esencialmente unible a un cuerpo. El alma es, efectivamente, una sustancia intelectual, pero a la que es esencial ser forma de un cuerpo y constituir con él un compuesto físico de la misma naturaleza que todos los compuestos de materia y forma. El alma humana señala los confines, la línea divisoria entre el reino de las puras Inteligencias y el de los cuerpos. Por ser substancia espiritual, el alma subsiste aunque se «separe» del cuerpo; ni siquiera esta «separación» suprime la relación esencial del alma al cuerpo concreto del que es forma. Por ser substancia espiritual, el alma tiene un conocimiento no sensible; por estar esencialmente unida al cuerpo, todo su conocimiento está ligado a la sensación. El entendimiento agente que posee toda alma humana es aquella facultad por la que más nos aproximamos a los ángeles.

La doctrina de Tomás de Aquino afirma que el hombre no es ni el alma sola, ni el cuerpo solo, sino la síntesis de ambos; el compuesto sustancial de ambos elementos. El cuerpo orgánico y el alma intelectiva se unen en el hombre como materia y forma sustancial del mismo. Frente a la tradición franciscana, Tomás opta por el hilemorfismo aristotélico, por la teoría de la unión sustancial del alma y del cuerpo, afirmando el principio intelectivo como forma propia del hombre y negando la composición en el alma de materia y forma. Con ello se opone a San Buenaventura.

Sin embargo supera a Aristóteles desde su perspectiva cristiana, al afirmar que el alma humana no se agota en ser forma del compuesto orgánico sino que es una realidad irreductible a la materia y sus procesos, siendo de origen divino y capaz de subsistencia; si bien la subsistencia no es un estado natural. No hay que olvidar que la creencia cristiana fundamental no es la inmortalidad del alma (Platón) sino la resurrección de los muertos. A su vez Tomás negará la pluralidad de formas de Ibn Gabirol (Avicebrón) y se opondrá a la doctrina del entendimiento agente separado de los averroístas.

Aunque el alma es más perfecta en el cuerpo (como forma sustancial suya), ambos elementos unidos son los que constituyen propiamente al hombre. El alma, sin embargo, no es para Tomás de Aquino una sustancia completa e independiente que lo mismo puede estar en este cuerpo que en aquél; ni depende del cuerpo para existir, pues sobrevive a la muerte de éste.

Aquí estribará la diferenciación ideológica con Aristóteles. Como él, para Tomás de Aquino el alma, en su sentido más amplio, es «el primer principio de las cosas vivas que se hallan entre nosotros». De ahí que todas las cosas vivas tengan «alma»: las plantas, los animales y los hombres. Es el «alma vegetativa» o principio vital de la planta la que hace que sus actividades de nutrición y reproducción sean posibles. Como el «alma sensitiva» en el animal la que le da a éste la capacidad de sentir y de otras múltiples actividades para las que las plantas no están capacitadas. En los seres humanos es el «alma racional» la que nos permite desarrollar las actividades de pensar y de elegir con libertad. Son las actividades desarrolladas por los seres vivos las que nos revelan la clase de alma que se da en ellos. Lo que no quiere decir que los seres superiores tengan los distintos modelos de almas inferiores: el animal la vegetativa y el hombre la vegetativa y la sensitiva además de la suya propia. El animal y el hombre sólo poseen una, la suya, por la que son capaces de desarrollar las actividades vitales que les correspondan; aunque en cierto sentido, virtualmentesegún la expresión lingüística, puede decirse que también las tienen.

Para Tomás de Aquino, como para todo creyente, el alma existe porque Dios la creó. No pensó, sin embargo, que ésta exista antes de su unión con el cuerpo, como lo hiciera San Agustín. Ni creyó que dependa del cuerpo para existir, aunque sí para adquirir sus características naturales particulares. Cada alma humana es creada por Dios después de haberse consumado el acto de la generación. Tomás de Aquino no especifica, como es lógico, cuándo tiene lugar ese acto creativo. Se limitará a decir de forma ambigua que el alma es infundida por Dios en el cuerpo engendrado por los hombres cuando la materia está apta para recibirla. Cada alma depende del cuerpo en la adquisición de sus características naturales particulares, a tal punto que las actividades psíquicas le vienen condicionadas por las fisiológicas.

Para Tomás de Aquino «es evidente que el estar unida el alma al cuerpo es un bien para el alma», a diferencia de otros pensadores para quienes más bien la unión habría que verla como castigo o fastidio. Llegó incluso a decir: «el estar sin el cuerpo es contra la naturaleza del alma. Y nada contra natural puede ser perpetuo. Luego el alma no estará separada del cuerpo perpetuamente. Por otra parte, como ella permanece perpetuamente, es preciso que de nuevo se una al cuerpo, que es resucitar (de entre los muertos). Luego la inmortalidad de las almas exige, al parecer, la futura resurrección de los cuerpos». No vaya a pensarse, por ello, que tal forma de pensar sirva a Tomás de Aquino de argumento probatorio de la resurrección corpórea; tema netamente teológico defendido sólo a partir de la revelación. En teología las razones filosóficas son siempre razones apologéticas añadidas a las premisas de fe.

En todo ello el pensamiento de Tomás de Aquino no va parejo con el de Aristóteles para quien la psyche humana es inseparable del cuerpo, al ser el principio de las funciones biológicas, sensitivas y de algunas de las mentales. En este tema, la doctrina de Tomás de Aquino es una combinación de la doctrina platónica de la inmortalidad con la concepción aristotélica del hombre.

Cuando Tomás de Aquino habla de la inmortalidad se está refiriendo, desde luego, a la inmortalidad personal; tema éste ampliamente debatido y controvertido en sus días a raíz de la lectura del Comentario de Averroes al libro tercero del De animade Aristóteles, para quien no habría una inmortalidad personal sino colectiva. O mejor, el entendimiento i`dividual de cada persona no es algo propio o personal de cada individuo, sino parte y partícipe de un intelecto inmortal y eterno que funciona en cada uno de nosotros pero que no nos hace se individualmente diversos. 5.2. El conocimiento.

Al responder a la cuestión de si la facultad más noble es el entendimiento o la voluntad, responde que es más perfecto poseer en uno mismo la perfección del objeto (entendimiento) que tender a él (voluntad).

Asimismo, en nombre de la autonomía humana rechaza la teoría de la iluminación agustiniana, como forma de conocimiento natural. No existe intuición directa de las realidades espirituales porque el objeto adecuado del conocimiento es lo sensible. El conocimiento empieza con la experiencia sensible de la sustancia. El problema será el problema de la abstracción, esto es, cómo se pasa de la singularidad de las percepciones a la universalidad de los conceptos.

El tránsito del conocimiento sensible al conocimiento intelectual lo explica en virtud de la abstracción. El conocer es captación inmaterial de las formas de los seres y se conoce más perfectamente cuanto más inmaterialmente se posee la forma del objeto conocido.

La abstracción es tanto la acción del entendimiento agente, que, iluminando las imágenes sensibles, produce la especie inteligible impresa, como la acción del entendimiento paciente, que conoce una esencia universal prescindiendo de los caracteres individuales, o conoce las formas prescindiendo de la materia o de las condiciones de la materia. Hay tres grados: en el primero se prescinde de sólo de la materia individual, en el segundo se prescinde de la materia sensible común, y en el tercero se prescinde de toda materia.

No hay conocimiento en el orden natural sin percepción sensible. Hay en el conocimiento humano un proceso psicofísico que se inicia a partir de la sensación. Tomás de Aquino, siguiendo en cierto modo a Aristóteles, postulará además de los sentidos externos o corporales la existencia de los «sentidos» interiores, por cuyo medio el hombre consigue una síntesis de los datos aportados por los diferentes sentidos externos. El conocimiento sensible es una cierta presencia de la forma sensible en el cognoscente; no se trata aquí de una forma semejante a la forma sensible que hay en el objeto sensible, sino de la misma forma, aunque en otro modo de existencia; a la forma sensible en ese otro modo de existencia la llama Tomás species sensibilis. Los objetos sensibles actúan sobre los sentidos por medio de las especies inmateriales que en éstos imprimen. Tales especies sensibles pueden hacerse inteligibles si las despojamos de los últimos residuos de su origen sensible. El sentido común (sensus communis) permite al hombre distinguir y confrontar los diversos datos aportados o captados por los distintos sentidos u órganos corporales; operación ésta que no es factible si no se da también un poder imaginativo de conservar las diversas formas percibidas por los sentidos. Tanto el animal como el hombre disponen de un poder o disposición para aprehender estos hechos (llamadavis aestimativa), como de otro para conservar tales aprehensiones (vis memorativa).

Sólo el entendimiento humano es capaz de formar conceptos universales, de aprehender abstrayendo de las cosas. Para Tomás de Aquino no hay universales que tengan existencia fuera del entendimiento. Los universales existen porque el hombre los crea o forma a través de una abstracción intelectiva. Sólo hay cosas, objetos, animales y hombres concretos. ¿Cuál es, sin embargo, el proceso seguido para formar tal concepto universal?

El entendimiento no sólo es paciente. Es necesario postular en él una actividad, a fin de poder explicar la formación del concepto universal a partir de los datos suministrados por la experiencia sensible. Estamos con ellos ante una nueva etapa en el proceso cognoscitivo. Partiendo de un texto ambiguo de Aristóteles (De anima, III,5), Tomás de Aquino nos va a decir que no es que haya en el hombre dos entendimientos: pasivo el uno y activo el otro, sino que el entendimiento humano actúa de dos modos diversos. El entendimiento agente Extrae las formas. La intelección consiste en que la forma misma de la cosa se hace presente en el alma, también en un modo de existencia distinto de su existencia física en la cosa, pero la misma forma, no una semejante; a la forma inteligible en su modo de existencia mental la llama Tomás species intelligibilis. El entendimiento agente como entendimiento agente o activo «ilumina» la imagen de los objetos aprehendidos por los sentidos, preparando el contenido realmente inteligible del pensamiento. Como el entendimiento humano no es una «inteligencia» separada, por eso no tiene «separadamente» contenido alguno; sólo tiene a facultad de producirlo a partir de las imágenes sensibles. El entendimiento agente no aporta contenido alguno. El contenido se saca de lo sensible, aunque mediante una operación en la que el contenido no sólo es seleccionado, sino que cambia de naturaleza. Por ello el mismo entendimiento agente no es nada «separado», sino algo del alma, y por lo tanto, no es «uno para todos los hombres». Decir que cada alma tiene su propio entendimiento agente es decir que, en la medida en que el alma es una sustancia espiritual, lo escada alma; por lo tanto, que cada alma tiene su entendimiento agente es una tesis necesaria para que pueda defenderse la inmortalidad de cada alma. El entendimiento agente es distinto en cada persona e individuo.

Una vez realizada esta operación iluminativa, a continuación se produce en el entendimiento pasivo o passibilis o posible lo que Tomás de Aquino llama laspecies impressa, reaccionando frente a ella y teniendo como resultado la species expressa o concepto universal en sentido pleno. Así como la sensación supone en el órgano sentiente una potencia capaz de acoger la species sensibilis como su acto, así también la intelección supone en el alma una potencia capaz de acoger laspecies intelligibilis como su acto. A la primera de las dos potencias mencionadas la llama Tomás «potencia sensitiva», a la segunda «entendimiento» (intellectus) paciente». Por su especial unión al cuerpo, el alma no puede conocer lo inteligibleen sí mismo, sino sólo conocer intelectualmente cosas o, lo que es lo mismo, hacer presente en sí misma la inteligibilidad que hay en la presencia misma de las cosas. Por ello, la intelección sólo puede tener lugar si, además del «entendimiento paciente», hay en el alma algo que de las «imágenes sensibles» (phantasmata) «produce» (abstrae; abstrahere=sacar algo de algo) lo inteligible; la «abstracción» no es una mera selección, sino una «producción», pero una producción a partir delas imágenes sensibles; al agente de esa producción lo llama Tomás «entendimiento agente»; lo así producido es lo que el «entendimiento paciente» acoge como su propio acto. El conocimiento intelectual es propiamente este acto de la potencia que es el entendimiento paciente y puede considerarse en dos etapas, de las cuales una es «anterior» a la otra en el exclusivo sentido de que una determina la otra: por una parte la «forma» de la cosa se «imprime» en el entendimiento que la acoge, y en tal sentido esa forma se llama species impressa; por otra parte, este acto de la potencia intelectiva, además de ser presencia «impresa» de la cosa misma, es el acto del propio entendimiento (paciente), su acto propio, puesto que el entendimiento es potencia para ese acto; como tal, ya no es la forma de la cosa, sino la referencia a (intentio) lo conocido, referencia que tiene lugar en el entendimiento; en este sentido es la species expressa o el verbum mentis.

Lo más paradójico es que el alma antes de conocer el ente singular, conoce su esencia universal, es decir, que, aunque la experiencia sensible de la sustancia es anterior a la formación del concepto, lo que conoce primariamente es el concepto, y sólo después la sustancia singular.

 La teoría ética y política.

El hombre no se realiza plenamente bajo el exclusivo prisma de su vida en sociedad sino que está final y fundamentalmente ordenado al sumo bien que ds Dios, en cuyo conocimiento, con el amor y fruición consiguientes, encontrará la plena perfección y felicidad. Corrige, pues, a Aristóteles, aunque la concepción tomista es más teológica que filosófica.

Al mismo tiempo que corrige a Aristóteles, se enfrenta a san Buenaventura; éste interpretaba la beatitud en cuanto estado definitivo del hombre, no como visión o conocimiento sino como unión de voluntades. La diferencia se comprende como el resultado de la opción de Tomás de Aquino por la prioridad y superioridad del entendimiento frente a la opción franciscana por la superioridad de la voluntad.

Para la consecución de ese fin último humano, el hombre debe ordenar su actividad según la Ley Natural o ley divina impresa en su ser por el Creador, y que la razón humana descubre en sí mismo. Todos los seres humanos apetecen el bien; el bien es captado naturalmente por la razón humana, y en función de dicho bien se ordena naturalmente también el comportamiento humano.

También la vida en sociedad la presenta Tomás de Aquino como resultado de una inclinación natural. Pero no puede aceptar tampoco el aristotelismo en su integridad. Desde la base teológica y cristiana de Tomás, el Estado no satisface todas las necesidades del hombre, al estar el hombre finalmente orddnado a un fin o bien sobrenatural.

El hombre como ser social (animal político) de Aristóteles, que se realizaba plenamente dentro de la sociedad-estado(polis) griega, queda abierto en Tomás de Aquino a una nueva dimensión perfectiva en virtud de su ordenación sobrenatural a Dios. La confusión griega entre sociedad y Estado comienza a ser superada, y en el futuro se encaminará hacia la clara diferenciación conceptual entre Estado y Sociedad Civil.

La concepción de Tomás, en sus líneas generales, no es exclusiva de él o de la escolástica cristiana. También concibieron la felicidad en relación con Dios los pensadores judíos y árabes. Como la sociedad medieval era una sociedad religiosa dentro de un Estado gobernado a su vez por la ley divina, todos admiten la superioridad del bien del Estado sobre el del individuo; pero como ese bien es Dios que se ha revelado en forma de ley, esa idea de bien, que en Aristóteles era un concepto filosófico, es transformada por los medievales en un valor religioso.

A pesar de la ordenación del hombre a fines sobrenaturales, Tomás defiende la necesidad de la sociedad y de alguien que la dirija al bien común.

Para la consecución del bien común, el Estado necesita dar leyes. Y nuevamente encontramos la categoría de orden, no sólo porque la ley la define como «una ordenación de la razón para el bien común promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad» (Summa Theologica, Iª-IIª, q.90, art.4); sino también porque entre las leyes formula una ordenación jerárquica. La función del legislador humano, al formular la ley humana positiva, es definir o hacer explícita la ley natural, aplicarla a los casos particulares y hacerla efectiva. Sin olvidar que la ley natural es, a su vez, expresión de la ley eterna. Por consiguiente, la ley humana positiva sólo será verdadera en cuanto que deriva de la ley natural, «pero si disiente en algo de la ley natural, no será una ley, sino la perversión de la ley» (Summa Theologica, Iª-IIª, q.95, art.2).

Sigue a Aristóteles al referirse a las distintas formas de gobierno, y da más importanc!a a la consecución del bien público que a la defensa de una forma concreta de gobierno. De cualquier manera su concepción política es acorde con su concepción jerárquica de la sociedad y con su visión teológica de la ordenación de las cosas a Dios, supremo Señor y gobernante, causa primera y causa final.

 La ética.

La creencia en Dios conlleva implícitamente la creencia en la inmortalidad del alma, y ésta a su vez el postulado de una moral sobrenatural.

Tal vez sea en la filosofía moral donde el influjo de Aristóteles se haya dejado sentir más, a la vez que la doctrina tomista haya sido más decisiva en el cambio de mentalidad. Aunque el Comentario de Tomás de Aquino a la Etica a Nicómaco. es, ante todo, eso: un comentario al texto de Aristóteles, su lectura le llevó por primera vez en la historia del pensamiento a incorporar grosso modo la moral griega (en este caso de Aristóteles), a la moral cristiana, lo que trajo consigo un cambio radical en el enfoque de ésta última.

Abelardo había dado ya el gran giro al introducir en la moral cristiana la intención (intentio) como pieza clave y constitutiva de la moralidad. No es la ley el precepto establecido, lo que hace que los actos humanos sean buenos o malos, sino la voluntad del hombre quien da sentido a la acción realizada y hace que ésta sea moral. La moralidad no viene impuesta por la norma externa sino por el propio hombre que la establece. Al hablar así hizo que cambiasen los códigos. De una moral legal y casuística, tarifada `e pasó a una moral personal que necesitó orientación y consejo.

Tomás de Aquino vendrá a dar un paso más al incorporar la moral aristotélica, de tipo natural, a la moral cristiana de tipo sobrenatural. La clave de la moralidad radica para él en la libertad. El hombre es el único animal moral, porque es el único ser dotado de libertad. En su perspectiva son imprescindibles tres requisitos para que la acción del hombre pueda ser moral: 1º la existencia de un código que establezca una norma de conducta a seguir; 2º que el hombre sepa y conozca la norma, y 3º que pueda decidir con libertad.

La política.

El hombre es un ser social y cívico que tiene que hacer su vida conviviendo con los demás. «Corresponde a la naturaleza del hombre el ser un ser social y político, que no vive aislado sino que vive en medio de sus semejantes formando una comunidad; tanto es así que la misma necesidad natural que afecta al hombre, nos revela que precisa vivir en sociedad, mucho más de lo que precisan vivir juntos muchos otros animales». Es en la sociedad en donde el hombre puede ver satisfechas sus necesidades tanto físicas como espirituales. Sólo en ella puede el hombre alcanzar su pleno desarrollo.

Pero toda sociedad necesita gobierno y dirección. A diferencia de San Agustín, para quien el Estado y la autoridad política son necesarios como resultado del pecado original, para Tomás de Aquino, aristotélico al fin y al cabo, el vivir en sociedad y gobernados, es algo natural e inherente en los hombres. «El hombre es por naturaleza un animal social. Por ello, en estado de inocencia (si no hubiera habido pecado) los hombres habrían vivido igualmente en sociedad. Pero la vida social para muchos no podría existir si no hubiera alguien que los presidiera y atendiera al bien común». El gobierno es, por tanto, una institución natural, lo mismo que la sociedad, y por lo mismo, algo querido por Dios.

El agustinismo político, al concebir la sociedad como una triste consecuencia del pecado, había marcado una subordinación del Estado a la Iglesia. Tomás de Aquino, aunque súbdito de una sociedad teocrática percibió por el contrario con nitidez que el Estado existió con anterioridad a la Iglesia; y por tanto, que como institución natural, coexiste con ella, cumpliendo su propia función. «Para establecer que la comunidad pública viva como es debido, se requieren tres cosas: en primer lugar que los ciudadanos una vez congregados vivan en paz. En segundo lugar que los mismos ciudadanos unidos por el vínculo de la paz, sean conducidos a obrar bien…En tercer lugar se requiere que la comunidad pública goce, por arte y maña del gobierno, de cosas que son necesarias para vivir bien».

El gobierno debe existir para conservar la paz, defender a los ciudadanos y promover su bienestar. La tarea del Estado no es otra que fomentar en la sociedad una vida humana plena. Para ello necesita de mecanismos particulares, y en concreto del poder legislativo, cuya función no es otra que promover el bien común. La legislación debe ser compatible con la ley moral. «Toda ley humana tendrá carácter de ley en la medida en que se derive de la ley de la naturaleza; y si se aparta un punto de la ley natural, ya no será ley, sino corrupción de la ley». Tomás de Aquino exigirá de los gobernantes cristianos, para quienes escribe al fin y al cabo, que respeten la ley divina positiva, interpretada por la Iglesia. Las leyes justas son obligatorias en conciencia; no así las otras. Toda ley no encaminada al bien común es injusta y por lo mismo no obliga en conciencia. «Nunca es lícito observar las leyes» que contravengan la ley divina natural.

San Agustín

FILOSOFÍA Y RELIGIÓN – AGUSTÍN DE HIPONA

EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO

La fe da lugar a la religión y la razón a la filosofía, y, en tanto que la fe y la razón tienen su origen en Dios, no puede haber oposición entre ambas. La fe es una gracia de Dios y, junto con la Sagrada Escritura, forma la palabra divina, infalible e invariable; la fe no es algo irracional, guía la investigación y protege frente al error. Por su parte, la razón y la filosofía (la palabra humana), aunque limitadas y frágiles, son buenas porque pueden favorecer a la religión: permiten la comprensión intelectual, aunque imperfecta, de verdades religiosas, ayudan a refutar las herejías y a convencer a los que dudan. Fe y razón se complementan: “creo para entender y entiendo para creer”, dice San Agustín.

Puesto que en el hombre encontramos una sustancia material y otra espiritual, habrá también dos tipos de conocimiento, el sensitivo y el intelectual. San Agustín no rechaza completamente el valor de los sentidos (conocimiento sensitivo) pues nos informan de las cosas sensibles, incluido nuestro propio cuerpo, y son necesarios para la vida práctica. La sensación es común a los animales y al hombre, pero nosotros disponemos además de la razón, con la que podemos alcanzar un conocimiento más elevado de la realidad (conocimiento inteligible). Mediante la razón inferior conocemos el mundo sensible, temporal y cambiante, y resolvemos las necesidades prácticas de la vida; y gracias a la razón superior podemos alcanzar las esencias, lo inmutable, necesario y eterno como los objetos matemáticos (el mundo inteligible), e incluso a Dios, dando lugar a verdades eternas, inmutables y comunes a todos.

San Agustín combatió el escepticismo y creyó posible la certeza de verdades como el principio de contradicción, o de la existencia de las propias sensaciones de las cosas; más aún, de un modo muy parecido a Descartes, mostró también la existencia de verdades indubitables a partir de los hechos de conciencia: podemos dudar de lo exterior, de las cosas, pero no de que vivimos y de que nos acordamos, entendemos y queremos, hechos de nuestra alma que encontramos cuando miramos en nuestro interior. En cuanto al conocimiento objetivo, referido al mundo inteligible, sus verdades no dependen del mundo sensible ni tampoco de la mente humana; nuestra mente tiene que aceptarlas y reconocer que poseen una validez absolutas, independiente del sujeto que las considera. La verdad es una y la misma para todas las personas, y es inmutable y eterna; pero dado que nuestra razón es limitada, temporal y finita, pensó San Agustín, es necesario el auxilio de algo que también sea eterno e inmutable: Dios. Las ideas ejemplares y las verdades eternas están en Dios. Para captar las verdades eternas, universales y necesarias nuestra inteligencia, nuestra alma, tiene que ser iluminada por Dios (teoría de la iluminación).

EL PROBLEMA DE DIOS

El argumento principal de San Agustín para probar la existencia de Dios parte de las “verdades eternas”: en el interior de nuestra alma encontramos verdades universales, inmutables y necesarias, como los primeros principios de la razón, a las que nos tenemos que someter y presentes en todos los hombres. Su fundamento no pueden ser las cosas físicas, realidades contingentes, cambiantes y mortales, pero tampoco nuestra alma, que también cambia; estas verdades nos trascienden, luego debe existir algún ser que posea sus características y sea su fundamento: Dios. Dado que es tan superior y distinto de las cosas finitas, no podemos conocerlo con total fidelidad, pero sí cabe una cierta comprensión de su ser. Defiende San Agustín, la Trinidad de Dios: Dios es Padre, Hijo (Verbo) y Espíritu (Amor), tres personas en una misma y sola naturaleza divina. Dios es el principio y fuente de todos los seres, la realidad plena, inmutable, infinita, única, simple, eterna y perfecta; es el Bien, la Verdad, la Belleza y el Ser. Las cosas temporales cambian, no posen completamente el ser, por lo que no se han creado a sí mismas, y necesitan de un ser radicalmente distinto para existir, Dios; estas entidades forman el mundo finito, en el que encontramos substancias espirituales y substancias materiales, y todas ellas, incluidos los ángeles, han sido creadas por Dios libremente y desde la nada. Dios crea el mundo desde la eternidad y en ese acto crea también el espacio y el tiempo. Dios creó la materia informe y caótica en la que depositó todos los gérmenes de las cosas, o razones seminales, de los que a lo largo del tiempo irán formándose todos los seres. Utilizó unos modelos o arquetipos para crear las substancias finitas (doctrina del ejemplarismo), las ideas, que existen en Su mente o inteligencia, y que son como las esencias de todas las cosas, eternas, inmutables y fundamento de todo conocimiento perfecto. Dios gobierna y administra todas las cosas del mundo, y las dirige a los fines que les convienen para su perfección.

EL PROBLEMA DEL HOMBRE

De todas las sustancias finitas, las más perfectas son los ángeles; después viene el hombre, compuesto de alma y cuerpo. Su concepción del hombre se incluye en la tradición platónica al defender un claro dualismo antropológico: el hombre consta de dos substancias distintas, cada una de ellas completa e independiente, el alma y el cuerpo, siendo la primera superior en dignidad y ser al segundo. Pero, a diferencia de Platón, no entiende San Agustín que el alma esté unida al cuerpo como consecuencia de un castigo ni que el cuerpo sea su prisión. El alma humana, como la de los animales, anima al cuerpo, está unida a él por una inclinación natural y está presente en cada parte del cuerpo. El alma vivifica el cuerpo, y produce la vida vegetativa, la sensitiva y la intelectiva. El alma humana es una substancia espiritual, inmaterial, simple, lo que asegura su inmortalidad, de la que San Agustín ofrece varios argumentos; por su perfección, el destino más propio del alma es Dios. El alma humana no es una parte de Dios, pero sí su imagen, y con sus tres facultades principales, memoria, inteligencia y voluntad, también de la Trinidad. Dios se refleja de alguna manera en todos los seres, pero de forma especial su imagen está en nuestra alma, en lo más profundo de nuestro ser, por lo que el hombre puede elevarse al conocimiento y cercanía de Dios descubriendo y contemplando dicha huella divina. Para San Agustín está muy claro que el alma ha sido creada por Dios, pero no el tiempo y modo de dicha creación. Rechaza la tesis platónica de la preexistencia del alma, pero duda entre el traducianismo (transmisión del alma de padres a hijos a partir de Adán, y que mejor explica el dogma del pecado original) y el creacionismo (el alma creada en cada caso desde la nada).

EL PROBLEMA DE LA MORAL

Para San Agustín el fin último de toda la conducta humana y Bien Supremo es la felicidad, que no se puede alcanzar con los bienes exteriores finitos, ni perfeccionando nuestra mente, y sí en la vida beatífica, en la presencia de nuestra alma ante Dios. Para satisfacer esta vocación sobrenatural se necesita del esfuerzo humano y de la gracia de Dios. La vida buena consistirá precisamente en buscar a Dios, y hacerlo con todas las capacidades de nuestro ser, el corazón, el alma y la mente. Naturalmente, dirá San Agustín, este amor a Dios se extenderá también al prójimo. El bien y el ser coinciden, y, dado que Dios es la plenitud del ser, es también la plenitud del bien o bien absoluto. En sentido estricto el mal no existe, es una ausencia de un determinado bien, una privación; incluso la destrucción y muerte de los seres finitos (mal natural) es en cierto modo un bien pues permite la aparición de nuevas cosas. Por su parte, el mal moral corresponde a los actos humanos, actos que dependen de nuestra razón y voluntad, y en esa medida de nuestra libertad. Mediante nuestra voluntad podemos acercarnos a Dios y alcanzar la bienaventuranza, pero también podemos elegir el mal. Además, hay en nosotros una tendencia o facilidad para el mal, consecuencia del pecado original: por este pecado el cuerpo, y los deseos sensibles e ignorancia que provoca en nuestra alma, nos impide atender al auténtico bien (Dios), y nos lleva a elegir bienes inferiores como los materiales o a nosotros mismos.

Dios nos ha dado la facultad de captar las leyes eternas de la moralidad, que están impresas en el corazón de todo hombre. Dichas leyes no son arbitrarias pues son expresión de la eternidad de Dios; esta capacidad es necesaria para acercarnos a Dios, como también nuestro esfuerzo y elección libre del Bien, pero no es suficiente, principalmente por la fuerza del pecado original; necesitamos también del perfeccionamiento de nuestras facultades mediante la gracia de Dios, que disfrutamos mediante los sacramentos, y de la orientación de la Iglesia. La voluntad busca necesariamente la felicidad, pero es libre de elegir los medios para este propósito, pudiendo acercarse a Dios o elegir los bienes imperfectos del mundo sensible. Mediante la gracia, el albedrío o voluntad puede dirigirse hacia el Bien Supremo y es realmente libre. La posesión plena de Dios en la vida futura constituye, según San Agustín, la suprema felicidad y el destino final del hombre; en la vida presente, nuestra felicidad consistirá en la unión con Dios por medio de su conocimiento, de la virtud y de la práctica cristiana.

Podemos dividir a los seres humanos, nos dice San Agustín, en dos grupos: los que aman a Dios, se someten a su Palabra y buscan la paz eterna, y los que quieren los bienes materiales y temporales y se prefieren a sí mismos antes que a Él. Aunque estos grupos están mezclados desde el principio de la historia, en cierto modo pertenecen a dos pueblos o ciudades distintas: los primeros al territorio místico de la Ciudad de Dios (Jerusalén), y los segundos a la Ciudad temporal o terrena (Babilonia). San Agustín cree que desde el principio del mundo están enfrentadas, pero con el juicio final se separarán definitivamente. Esta división corresponde a la división entre el Estado pagano (“Ciudad de Babilonia”) y la Iglesia (“Ciudad de Jerusalén”), y expresa la primacía que debería tener ésta sobre el Estado.